En el momento político que vivimos, hay una realidad incontestable: hay demasiada gente que siente que el sistema se ha olvidado de ella. Durante muchas generaciones, los ciudadanos de las naciones más ricas del mundo se sentían parte de una cadena de prosperidad que solo crecía. Hoy, en cambio, muchos de estos ciudadanos se ven en una posición peor que la de sus padres, y creen que la de sus hijos será todavía peor que la suya.  Y, en muchas ocasiones, no les falta razón. Estas personas no ven con buenos ojos nuestro sistema económico y sienten que los beneficios van a parar a una pequeña minoría de la que no forman parte.

Esta percepción es compartida por tanta gente que la sensación de malestar hacia el mundo de la política y la economía es cada vez mayor. Este sentimiento no se limita solo a los populismos; la mejor prueba de su importancia es el papel que ha jugado en los últimos procesos electorales en muchas partes del mundo. Sin importar cuáles sean las ideas políticas de cada uno, nuestros tiempos están marcados por una pérdida importante de confianza: en la duración y en el impacto del crecimiento económico; en las instituciones interconectadas a nivel mundial; y en la capacidad por parte de gobiernos, negocios o sociedad civil para responder.

¿Por qué está pasando todo esto? Se ha culpado a muchos factores: a la tecnología, a la globalización, a teorías políticas y económicas de todo tipo y condición, a las empresas, a los gobiernos, a la inmigración, a la religión, o a las influencias de las altas esferas. Los miembros de las clases medias y trabajadoras, las élites globales, la nueva ola de políticos de cuña populista que amenazan a esas élites… todos ellos han identificado a los otros como el problema. Pero mientras la discusión se enfoque en echar balones fuera será difícil encontrar una solución. La raíz de la cuestión está en la relación de algunos de esos factores, y en cómo han aparecido, interactuado, y transformado todo en las últimas décadas.

PwC acaba de participar en la Think20 (T20), una reunión de think tanks globales con vistas a la cumbre G20 que tendrá lugar próximamente en Alemania. La misión del T20 es producir una serie de informes y documentos de reflexión que ayuden a los líderes del G20 en su cometido. Nuestro trabajo de este año nos parece especialmente significativo, porque aunque hay muchos progresos que celebrar, cada vez está más claro que las fuerzas o tendencias en las que hemos confiado durante muchos años necesitan ser repensadas y redefinidas.

Por generaciones, los ciudadanos de los países desarrollados se sentían parte de una cadena de prosperidad que sólo crecía. Hoy muchos de ellos sienten que los beneficios del crecimiento van a parar a una minoría

Por decirlo suavemente, hacer esto no es poca cosa. Durante años, hemos dado por hecho que las fuerzas de la globalización, la innovación tecnológica y el crecimiento financiero serían “la marea que levantaría  todos los barcos”. La verdad es que estas tres fuerzas nos han empujado hacia adelante durante un buen trecho. Después de la Segunda Guerra Mundial, este tridente trajo crecimiento económico en el mundo, y progreso social; dos metas que, según se creía entonces, iban de la mano. 

Más y más rápido: A principios de los ochenta, este paradigma empezó a cambiar. Vivimos la caída del Muro de Berlín, el outsourcing, la desregulación de los  mercados financieros o la revolución de las comunicaciones –incluyendo el nacimiento de Internet. La prosperidad no hacía más que acelerarse, y la actividad económica y el comercio global crecían rápidamente por todo el mundo. En término medio, la esperanza de vida creció, y millones de personas salieron de la pobreza. Pero las grietas del sistema empezaban a ser evidentes. Por ejemplo, se descubrió que, en 2008, una familia de clase media en un país industrializado difícilmente vivía mejor  que veinte años antes.

Indicadores inútiles: En los últimos 60 años, economistas, gobiernos y empresas privadas han confiado ciegamente en dos indicadores para medir el éxito: el Producto Interior Bruto (PIB) en el ámbito macroeconómico, y el valor generado para el accionista, a nivel micro. Como se ha visto, estos indicadores omitían partes importantes de la historia económica y social:

  • El PIB, por ejemplo, no refleja de forma fiel los efectos perniciosos del crecimiento económico como, por ejemplo, las personas que están fuera del mercado laboral. Además, aunque este indicador muestra un incremento medio de la riqueza mundial, ha enmascarado su estancamiento y desaceleración.
  • El valor generado para el accionista ha sido durante muchos años el principal indicador del éxito empresarial y  ha puesto todo el peso en los resultados a corto plazo. Un camino cada vez más sencillo para conseguir esos resultados está en combinar nuevas tecnologías y nuevos mercados. Espoleadas por el deseo –muy racional (¿legítimo?)- de incrementar el valor de sus acciones, las empresas han optado por seguir siendo competitivas trasladando sus actividades y el empleo a la otra punta del mundo, a menudo, a gran escala.

Cuando estalló la crisis en 2008, estas debilidades se hicieron muy obvias. Y al vivir en un mundo cada vez más conectado y globalizado, el impacto de la crisis fue especialmente fuerte. Casi una década después, mucha gente sigue sufriendo sus consecuencias. 

¿Qué viene ahora? A medida en que trazamos un camino nuevo, es necesario recordar el progreso que han traído la globalización, la tecnología y el crecimiento. Ha quedado probado que las economías de mercado bien gestionadas son mejores que sus alternativas. Además, la ola es imparable: la globalización está aquí para quedarse, con sus retos y sus oportunidades. La tecnología, las enfermedades, las ideas, o el clima, por nombrar algunas cosas, no entienden de fronteras nacionales. Dicho esto, creemos que siguientes ideas y recomendaciones que presentamos pueden servir como guías para empezar con la tarea urgente y esencial de poner a punto nuestros sistemas económicos y sociales: 

  • El crecimiento económico no siempre equivale a progreso social. Este es un cambio de mentalidad muy relevante en relación a décadas anteriores. Nuestro nuevo marco de trabajo debe aprovechar las economías de mercado para conseguir avances sociales. Esto supone incluir objetivos concretos  en materia financiera y social que reflejen las necesidades de las comunidades locales,  ciudades, regiones y países; supone priorizar las necesidades humanas básicas y mirar más allá de indicadores como el PIB.
  • Apuesta por lo local. Las ciudades o los pueblos son el punto de encuentro natural para el progreso social y el éxito económico. Necesitamos repensar el papel del estado-nación y de la globalización para asegurar la riqueza de estas comunidades. La conectividad global y la iniciativa local pueden ir de la mano.
  • Ir más allá del resultado económico: Los resultados financieros son necesarios, pero no son un factor de éxito suficiente en la economía. Necesitamos ver más allá del PIB o del valor de la acción para que nuestras métricas reflejen también objetivos en materia social.
  • A la tecnología le da igual pero a nosotros nos debería importar: La automatización, la Inteligencia Artificial  y la disrupción son algunas de las amenazas que la tecnología plantea a una parte significativa de la población mundial. Pero la tecnología emergente también trae la promesa de ayudarnos, a través de la creación de nuevas industrias y trabajos. Para ello, es vital adaptar nuestros sistemas globales y locales para crear un entorno beneficioso para la tecnología.
  • Educar para el futuro. Por último -pero no por eso menos importante-, para tener un buen futuro las personas necesitan contar con las capacidades adecuadas. La cooperación entre gobiernos y empresas debería impulsarse en mucha mayor medida para asegurar que la fuerza laboral en todo el mundo puede prosperar y trabajar en un entorno cada vez más tecnológico.

Los retos son gigantes y el trabajo titánico, pero los intereses demasiado altos como para mirar a otro lado. El futuro ya está aquí. Pongámonos a trabajar.