¿Qué tiene de malo Internet?

Andrew Keen ofrece con  The Internet Is Not the Answer‘ (Atlantic Monthly Press, 2015) una interesante guía sobre cómo Internet ha cambiado todo… a peor, en la mayor parte de los casos. Nos encontramos ante otro libro más de la creciente lista de publicaciones que critican duramente el mundo centrado en Internet en el que vivimos. Se trata de un auténtico filón en el que destacan autores como Evgeny Morozov (The Net Delusion), Jaron Lanier (You Are Not a Gadget), Nicholas Carr (The Glass Cage), y al que ahora se añade Andrew Keen (The Internet Is Not the Answer). Keen argumenta que “en lugar de democracia y diversidad… lo único que hemos obtenido gracias a la revolución digital hasta el momento es un mayor desempleo, una excesiva abundancia de contenidos, la generalización de la piratería, un pequeño grupo de monopolistas de Internet, y una caída radical de nuestra élite económica y cultural.”

Se trata sin duda de palabras muy duras. Y es que el libro de Keen es esencialmente una diatriba sobre los daños que Internet ha provocado en nuestra economía, en nuestra cultura y en la concepción que tenemos de nosotros mismos. Y, sin embargo, Keen habla desde su propia experiencia. El autor es el fundador de Audiocafe.com, una puntocom de primera generación creada en 1995, y actualmente presenta el programa de entrevistas “Keen On” en Techonomy y trabaja como columnista para la cadena CNN. A diferencia de otras obras que tienen un trasfondo más filosófico —como las publicadas por Morozov y Lanier— The Internet Is Not the Answer (Internet no es la respuesta) adopta un enfoque marcadamente empírico con respecto a al problema en cuestión. Keen aporta más de 40 páginas de notas al pie (sin incluir un índice al respecto) para respaldar su argumentación. Sin embargo, las citas proceden fundamentalmente de artículos un tanto intimidatorios o de otros periodistas que, casualmente, tienen su misma opinión.

Andrew Keen es un licenciado en historia y máster en ciencias políticas de 54 años, nacido y criado en Reino Unido. La mayor parte de lo que dice en este libro resultará familiar para quienes hayan leído sus dos obras anteriores (Digital Vertigo, The Cult of the Amateur) y para quienes estén interesados en el impacto —positivo y negativo— de Internet en la sociedad. A pesar de la multitud de afirmaciones contrarias vertidas por los entusiastas de las tecnologías, Keen apunta, por ejemplo, que “la distribución de la tecnología no provoca necesariamente una distribución de la economía, y que el perfil cooperativo de la tecnología [en Internet] no se ve reflejado en su impacto económico.” Al contrario, gracias en parte a los enormes efectos de red que tiene Internet, nuestra economía se ha convertido en un ámbito en el que “el ganador se lo lleva todo”. Esto, por supuesto, no será nada nuevo para cualquier lector al que le preocupe el ascenso del denominado “1 por ciento”.

La descripción de Keen sobre el efecto de Internet en la cultura es más incisiva. Ofrece pocos datos nuevos en este sentido; sin embargo, los ejemplos que cita son francamente alarmantes. Es difícil no estar de acuerdo con su sentida crítica hacia la prevalencia de la piratería digital. Según una de las estimaciones incluidas en el libro, “tan sólo en enero de 2013… un total de 432 millones de usuarios web únicos buscaron activamente contenido que infringía los derechos de autor.” Entretanto, las ventas de música en todo el mundo han caído, según apunta, desde los 38.000 millones de dólares a finales de los 90 hasta algo más de los 16.000 millones de dólares a finales de la pasada década. ¿Son las plataformas de streaming como Spotify y Pandora la solución que los artistas están buscando para poder vivir de su talento? Según Keen, la respuesta es no, y apunta el caso de Ellen Shipley, una compositora que alcanzó el éxito con una de sus canciones –que fue reproducida más de 3 millones de veces en Pandora– por lo cual Ellen percibió un cheque de 39,61 dólares en concepto de royalties.

‘The Internet Is Not the Answer’ está repleto de historias similares sobre cómo el enorme excedente de consumidores en Internet también puede generar grandes déficits artísticos y económicos. Y todas estas historias conforman una agradable lectura. Sobre todo, si el lector opina igual que Keen. Sin embargo, la mejor parte llega cuando el autor asume su función de denuncia. El libro comienza con una descripción sobre Battery, un club privado recientemente creado en San Francisco, en el que sus fundadores han tratado de recrear un “típico pub rural” con un amplio espectro de clientes habituales, pero en realidad no han hecho más que reproducir la creciente brecha existente entre ricos y pobres en el resto de la ciudad.

Andrew Keen también describe un memorable viaje a Rochester, N.Y., en donde explica con todo lujo de detalles cómo la caída del gigante de la fotografía Kodak ha destrozado la ciudad. El autor apunta que Kodak, que en su momento consiguió enormes beneficios fabricando, procesando e imprimiendo carretes fotográficos, despidió a 47.000 trabajadores en 2013, el mismo año que Instagram se vendió a Facebook por 1.000 millones de dólares. En ese momento, Instagram contaba tan sólo con 13 empleados a tiempo completo. Keen es plenamente consciente de lo irónico que resulta que Kodak, que por sí solo llevó la fotografía al alcance del gran público, haya terminado fuera del mercado por Instagram, que desempeña ese mismo papel pero de manera gratuita. No obstante, en su opinión, los miles de millones de dólares de valor creados por los consumidores en Instagram, al igual que sucede con Skype, WhatsApp, y nuevas tecnologías similares, no compensan las pérdidas generadas en el proceso.

No obstante, como muchas otras diatribas, The Internet Is Not the Answer se limita con demasiada frecuencia a quejarse. La peor parte del libro es el refrito que hace Keen con los argumentos en contra de Uber, o cuando describe, una vez más, los autobuses exclusivos para empleados de compañías tecnológicas que recorren San Francisco. Y también se regodea criticando a Google: si bien alaba a su genial fundador, no deja de repetir los pecados de la compañía — su postura en contra de la privacidad, su papel a la hora de crear una sociedad vigilada las 24 horas, el efecto perjudicial que ha generado en la producción cultural, su poder monopolístico… Una vez más, todo esto ya es de sobra conocido, y algunos lectores coincidirán conmigo en que muchos de estos pasajes resultan tediosos.

Aún con todo, la conclusión general de Keen es importante: La “destrucción creativa” está muy bien, siempre y cuando que una vez que se destruya algo, se cree algo que lo sustituya, aparte de la enorme riqueza de un reducido grupo de fundadores e inversores. Internet ha prosperado enormemente complaciendo los deseos de los “consumidores” de convertirse en el principio y el fin de su existencia comercial —¡Música gratis! ¡Noticias gratis! ¡Selfies! ¡Gratificaciones instantáneas! Entonces, ¿qué es lo malo de este asunto? La degradación de la importancia del “ciudadano”, quien, en opinión del autor, ha sufrido enormemente en las últimas dos décadas por la pérdida de puestos de trabajo, de privacidad, de identidad colectiva, y con un grave deterioro del sentimiento de bien común. Y el concepto de que “no pasa nada”, porque la propia naturaleza de Internet es la que determina la destrucción que genera a su paso, lo cual, en opinión del autor, no sirve en absoluto de excusa.

Entonces, si Internet no es la respuesta, ¿cuál es la respuesta? En opinión de Keen, la solución a estos problemas reside en la esperanza de que Internet madurará. Pero para ello es necesario que los gobiernos y las compañías estén dispuestos a contrarrestar los efectos más problemáticos de Internet a través de leyes, regulaciones y cambios en el modo de actuación de las compañías. Recordando a quienes generaron desconfianza en la Era del Progreso estadounidense, Keen apunta los múltiples esfuerzos que se están realizando actualmente para frenar el control monopolístico de las compañías tecnológicas, sus enormes programas de recopilación de datos, sus infracciones de los derechos de autor, y su capacidad para promover el discurso del odio. Keen cree que se están consiguiendo avances, pero que aún no son suficientes. Sin embargo, tiene fe en la historia y en que los cambios son inevitables. Según Keen, tarde o temprano, quienes hoy generan este efecto “disruptivo”, serán quienes lo padezcan. Y lo que vendrá después, nadie lo sabe.

Edward H. Baker es periodista y escribe en strategy+business, la revista de Strategy&, la consultoría estratégica de PwC.

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