El principal reto al que se enfrenta China quizá sea la falta de consenso con respecto a cómo afrontar el futuro. Pocos días después de iniciar el 2016, el mercado de valores de China volvía a copar las portadas de los periódicos. El índice CSI 300 caía un 7% el 4 de enero, obligando al gobierno a tomar medidas y a suspender la cotización. El 7 de enero volvían a suspenderse los mercados, esta vez apenas media hora después de que se iniciara la jornada. Lo más probable es que Pekín interviniera inyectando miles de millones en el mercado interbancario, dirigiendo fondos controlados por el Estado para comprar acciones, retrasando el levantamiento de la reciente prohibición de venta impuesta sobre los principales inversores, y dando así un respiro al yuan. Y, tal y como era de esperar, los mercados internacionales reaccionaban de forma exagerada casi de inmediato, desencadenando una oleada de ventas muy parecida a la experimentada el pasado verano.
En realidad, los mercados chinos están enormemente desconectados de la economía real y, por tanto, son un indicador adelantado escasamente fiable. El valor total del mercado constituye tan solo en torno al 40 por ciento del PIB, y los inversores minoristas individuales representan casi el 90 por ciento de las operaciones diarias. Además, los valores que cotizan en bolsa están fuertemente sesgados hacia el sector industrial y de la construcción, al tiempo que las empresas chinas se basan en gran medida en la financiación bancaria para captar capital.
Pero es evidente que algo no funciona en China. El crecimiento del PIB ha caído recientemente, los niveles de deuda siguen aumentando, y los ratios de eficiencia del capital son enormemente bajos. Paralelamente, los niveles de sobrecapacidad han alcanzado cotas peligrosas en sectores como el acero, el vidrio y el cemento. Y a pesar de que Pekín sigue ejerciendo un firme control sistémico sobre la economía, el gobierno está consumiendo rápidamente sus reservas de dinero en un intento por evitar que el yuan se devalúe demasiado rápido. Como resultado de ello, la mayoría de los economistas consideran que China debe “reequilibrar” con urgencia sus cuentas a través de reformas estructurales y girando en mayor medida hacia una economía de mercado.
La presentación realizada en octubre de 2015 por Marvin Goodfriend, profesor de la Tepper School of Business, en la Reserva Federal de Nueva York resume así lo que los economistas ya saben: “China se enfrenta a un grave problema de ajuste macroeconómico…[y] debe reducir su excesiva dependencia de la inversión como principal fuente de demanda agregada…. El epicentro del problema al que se enfrenta China es una proporción excepcionalmente baja de consumo privado… A menos que el consumo repunte pronto, la obligada contracción de los niveles de inversión desencadenará una recesión.”
Si bien técnicamente esto es cierto, también se puede decir que, en cierto modo, induce al error. Es verdad que el consumo en proporción al PIB se encuentra en niveles inusualmente bajos, pero se debe a que el principal motor del crecimiento económico de China han sido las inversiones de capital en capacidad industrial e infraestructuras físicas. De hecho, se calcula que las ventas minoristas crecieron un 10,7 por ciento en China durante el pasado año; sin duda, esto no es suficiente para compensar la caída de la producción industrial, pero es evidente que está lejos de ser un problema. Aún a pesar de que las familias chinas ahorran gran parte de sus crecientes ingresos (como respuesta a la inexistencia de una red de seguridad social), la escasa demanda del consumo, simple y llanamente, no es el problema que la mayor parte de los economistas creen.
En último término, la salud económica de un país depende del tipo de empresas que tiene y de la solidez de éstas. En otras palabras, las instituciones y las políticas económicas del país deberían crear un entorno que estimule poco a poco la creación, el desarrollo y la competitividad internacional de las empresas del país. Teniendo en cuenta que hace 30 años China era una economía desesperadamente pobre y fundamentalmente agrícola, es necesario implantar distintas medidas de mejora del entorno rural para conseguir que la actual mano de obra agraria de subsistencia evolucione hacia una entorno industrial de bajo coste orientado a la exportación.
Pero la realidad es que, ahora que la enorme oferta de mano de obra agraria comienza a desaparecer y aumentan los costes, las empresas nacionales han empezado a perder negocio con respecto a otros países más baratos, como Vietnam y Tailandia. Por tanto, el verdadero desafío de China es cómo actualizar su base industrial para dejar de ser el centro de producción mundial de la mayor parte de los zapatos, juguetes y otros productos altamente intensivos en mano de obra y de escasa cualificación y, en su lugar, centrarse en productos más intensivos en capital y tecnología, como pueda ser la industria automovilística, los equipos médicos y el sector servicios.
Obviamente, no es fácil aumentar la base industrial de una economía en desarrollo y competir cara a cara con empresas occidentales reconocidas a nivel mundial y con grandes capacidades y experiencia. De hecho, son muy pocos los países que han logrado hacerlo, y ninguno de ellos tiene las dimensiones, la complejidad y el impacto sistémico que ejerce China en la economía mundial. ¿Qué deberían hacer entonces las instituciones responsables de las políticas económicas del país? Además de abordar la corrupción endémica y los graves problemas ambientales que padece, China debe adoptar tres medidas fundamentales para no caer en la conocida “trampa de las rentas medias”, al tiempo que mantiene la estabilidad económica y política:
- Seguir impulsando el sector servicios
- Eliminar las restricciones imperantes en el sector privado, y redirigir la inversión a actividades de mayor valor añadido
- Implantar reformas en las empresas públicas
Lo cierto es que China está logrando avances en los dos primeros objetivos. Por ejemplo, el sector servicios sigue creciendo progresivamente y actualmente representa más del 50% del PIB. Asimismo, China está aplicando una serie de iniciativas, tales como la reforma tributaria y la mejora del acceso al crédito para las pequeñas empresas, al tiempo que está haciendo importantes inversiones en un gran número de tecnologías nuevas y sostenibles.
Sin embargo, los avances a la hora de mejorar la competitividad de las miles de empresas públicas existentes en el país —que constituyen aproximadamente el 40% PIB de China— han sido mucho más discretos. La mayoría de los economistas optaría por las privatizaciones pero, por diversas razones, Pekín no quiere tener un balance con un escaso peso en activos, al estilo occidental. No creo que esto sea un problema; el control estatal de sectores estratégicos puede resultar de gran ayuda para una economía en desarrollo mientras intenta ponerse a la altura de los países desarrollados. Sin embargo, es fundamental que esos activos estén bien gestionados —y es ahí precisamente donde China está fallando. En lugar de limitarse a proteger de manera obstinada a sus empresas públicas, Pekín debería aplicar una cierta mano dura a estas empresas.
En primer lugar, China necesita una nueva ronda de racionalización de empresas públicas como la desarrollada con el agresivo programa aplicado a finales de los 90 por el entonces primer ministro Zhu Rongji, que supuso la incorporación del país a la OMC e impulsó su posterior crecimiento económico. Puede que un plan de este tipo resulte aún más difícil de aplicar ahora que entonces —y probablemente conlleve fusiones en lugar de liquidaciones de empresas— pero, en cualquier caso, debe realizarse más pronto que tarde.
En segundo lugar, la propia gestión de las empresas públicas debe transformarse por completo. Las reformas recientemente anunciadas “en el lado de la oferta”, que incluyen aspectos como la propiedad mixta, constituyen un paso esperanzador en este sentido. Pero no son suficientes, ya que muchas empresas estatales siguen careciendo de unas avanzadas capacidades de gestión, por ejemplo, en áreas como la planificación estratégica y el marketing. Además, los incentivos a la dirección de estas empresas deben dirigirse con mayor claridad a mejorar su competitividad, y no tanto a cumplir los objetivos políticos locales o los ascensos en las jerarquías del partido.
Por último, el resto de empresas públicas debe desarrollar unas capacidades de una talla verdaderamente mundial e integrarlas en un sistema de capacidades coherentes y diferenciado. Asimismo, es necesario que se decida desde ya qué van a hacer estas empresas para dejar atrás su enorme dependencia de la protección estatal y de las ventajas comparativas existentes en el país —como es el caso de la mano de obra de bajo coste—, para desarrollar en su lugar unas ventajas competitivas propias y específicas, y determinar si van a cubrir las deficiencias existentes en términos de habilidades mediante la contratación externa, el desarrollo interno o las fusiones y adquisiciones.
El principal reto al que se enfrenta China quizá sea la falta de consenso con respecto a cómo afrontar el futuro. La Nueva Derecha favorece las reformas orientadas al mercado, mientras que la Nueva Izquierda promueve volver a centrarse en el Estado, lo cual quizá explique la reciente incoherencia de las políticas adoptadas y la falta de coordinación entre la intervencionista comisión de valores y un banco central mucho más orientado a los mercados. En último término, gran parte de los progresos que se consigan dependerán de la valentía política y del bagaje empresarial de los líderes del país. Confiemos en que el presidente Xi esté a la altura.