Últimamente nos hemos tenido que aprender unas cuantas siglas y acrónimos. El AQR de las pruebas de resistencia de la banca, el grupo de países MINT (México, Indonesia, Nigeria y Turquía), la tecnología de comunicación NFC, la estrategia monetaria QE…. Es lo que tiene la hiperespecialización, que tiende a crear a gran velocidad lenguajes sintéticos propios (lo que podríamos llamar LSP, por seguir el juego) y hay que adaptarse si uno no quiere quedarse fuera de juego.
Pero, a lo que iba: el otro día conocí una sigla que me interesó mucho. Es el G-0 (o G-Zero), y me la presentó Ian Bremmer, un conocido analista político estadounidense con el que coincidí en Madrid en la presentación del informe España ‘goes global’ que acaba de publicar PwC.
Bremmer es el inventor del G-0, y como tal nos explicó lo que significa la nueva sigla. El G-Zero es, por oposición a los conocidos G-7 o G-20 (que han sido en los últimos años los portavoces de los intereses de los principales países del mundo), una realidad internacional en la que ningún país o bloque de países tiene un poder suficiente para imponer su agenda. Esta ausencia de liderazgo político y económico es el resultado de la pérdida de influencia de Estados Unidos (sobre todo) y también de Europa, en beneficio de los países emergentes, que sin embargo tampoco están ni capacitados ni interesados en cubrir ese hueco. Aquí no manda nadie o, como les gusta decir a los americanos, el asiento del conductor del vehículo está vacío.
Esta reflexión sobre el nuevo orden internacional tiene notables consecuencias. Es importante para la economía mundial porque la orfandad de liderazgo supone un freno para los intentos de coordinación global en materias tan importantes como la reforma financiera, el comercio o el cambio climático, lo cual puede llevar a una regionalización de los flujos inversores y comerciales.
Y es importante para las empresas porque lo que se está configurando es un nuevo escenario en el que las leyes del libre mercado están condicionadas por la creciente fortaleza del capitalismo de Estado en las economías emergentes. Esto es así especialmente en países tan influyentes como China, Rusia o los del Golfo Pérsico, donde cada vez más las conveniencias políticas o de “interés nacional” interfieren en las decisiones empresariales.
Es lo que Bremmer llama globalización vigilada, una tendencia que obliga a las empresas con presencia en el exterior a repensar su estrategia de expansión y a potenciar la diplomacia corporativa. En muchas ocasiones, no se trata tanto de competir (contra el capitalismo de Estado siempre se pierde) como de negociar cómo se compite.
Los argumentos de Bremmer son seductores y están bien fundamentados, lo cual no quiere decir que tenga razón en todo. Hay motivos para pensar que las reglas del libre mercado siguen siendo la base fundamental de la economía mundial. Pero esta teoría pone sobre la mesa un debate muy interesante sobre el futuro de la internacionalización de los negocios.
La internacionalización es hoy, más que nunca, una necesidad para las empresas. En un momento como el actual, competir en el exterior es la mejor opción para salir del entorno de crecimientos bajos que caracteriza nuestra economía y la de nuestros países más próximos. Pero no se trata de internacionalizarse porque sí. El mercado exterior es muy complejo y exige estrategias refinadas para determinar cuáles son las áreas con mayor proyección y en qué circunstancias y con qué herramientas conviene invertir en ellas. Los mercados de la OCDE, por ejemplo, tienen un crecimiento potencial mucho más bajo que los de la Asean (Sudeste asiático), los de la CAN (Comunidad Andina) o los de la UA (Unión Africana), como han dejado claro las últimas proyecciones del FMI y de la OMC.
Carlos Mas Ivars, presidente de PwC España.