La banca, obligada a aprender a bailar bajo la lluvia

El 29 de junio de 2012 la Unión Europea emprendió su proyecto más ambicioso desde la introducción del euro. En una cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, celebrada en Bruselas en medio de una atmósfera enrarecida por la crisis financiera, se aprobó una declaración en la que se sentaron las bases de lo que acabaría siendo denominado Unión Bancaria.

Casi cinco años después de aquella decisión seminal (“Afirmamos que es imperativo romper el círculo vicioso entre bancos y emisores soberanos”, comenzaba la declaración de los líderes europeos), la Unión Bancaria está asentada como una realidad incuestionable. Sus logros son evidentes. La zona del euro dispone de un único sistema de supervisión y de resolución, las reglas del juego tienden a ser en su mayoría uniformes y el endurecimiento de la regulación ha reforzado la musculatura de la industria, que ahora dispone de más capital y de mejores herramientas de control (sobre todo de riesgos) para afrontar futuros episodios de tensión.

También son manifiestas sus lagunas e incoherencias. Falta un sistema único de garantía de depósitos, el mercado bancario europeo está lejos de ser una realidad y el vínculo entre deuda bancaria y deuda soberana tampoco se ha roto.

En conjunto, si ponemos todo eso en los dos platos de la balanza, podemos concluir que la Unión Bancaria es un proyecto que en un espacio de tiempo relativamente corto ha permitido avanzar en la integración financiera europea y que ha dotado a la industria bancaria de instrumentos para reforzar su solvencia, lo que contribuye a garantizar su estabilidad.

Si la presión sobre el capital lleva varios años siendo un quebradero de cabeza para los bancos, el tema de las provisiones entró con fuerza en esa lista en 2016

Sin embargo, el precio que tienen que pagar los bancos por esos avances es muy alto. La Unión Bancaria puede ser una buena apuesta a largo plazo, pero en el corto y medio plazo el horizonte del sector está plagado de amenazas e incertidumbres que potencialmente ponen en cuestión su viabilidad, y muchas instituciones de crédito temen que se cumpla la (interesada) sentencia que Bill Gates, el fundador de Microsoft, pronunció en 2006: “La banca hace falta. Lo que no hacen falta son los bancos”. Los tres problemas más importantes para las entidades, y que desarrollamos ampliamente en este informe son los siguientes:

  • El capital. Es la madre de todas las batallas. Los reguladores y supervisores creen que la crisis financiera que se inició en 2007 se propagó en buena parte porque los bancos no estaban bien equipados de capital, y en los últimos años han presionado con fuerza para fortalecer los recursos propios de las entidades. El resultado es que desde 2012 el capital de mayor calidad ha subido 4,5 puntos porcentuales, hasta el 13,5%. Pero la cosa no queda ahí. El Comité de Basilea está revisando el sistema de cálculo de la ratio de capital y los detalles técnicos que se han conocido apuntan hacia un incremento en las necesidades de capital. Probablemente, la sangre no llegue al río, pero la simple posibilidad de que vuelvan a aumentar los requerimientos pone los pelos de punta a los responsables de los bancos. En paralelo, el Mecanismo Único de Supervisión ha ideado un sistema triple de referencia de decisiones de capital que permite relajar ligeramente la presión. En la trastienda, pero muy amenazante, queda el requerimiento de absorción de pérdidas de resolución (el MREL, por sus siglas en inglés).
  • Las provisiones. Si la presión sobre el capital lleva varios años siendo un quebradero de cabeza para los bancos, el tema de las provisiones entró con fuerza en esa lista en 2016. El 1 de enero de 2018 comienza a aplicarse el nuevo sistema contable (la normativa IFRS 9, por sus siglas en inglés), cuya principal novedad es que las provisiones por insolvencias se computan en función de la pérdida esperada y no, como pasa ahora, de la pérdida incurrida. Según las primeras estimaciones, el cambio de concepto provocará un incremento de las provisiones de alrededor del 20% en promedio. Se da la circunstancia, además, de que en el primer ejercicio las dotaciones por insolvencias se cargan contra reservas, lo cual supone reducir el nivel de capital, si bien el sector espera que el supervisor tenga en cuenta este efecto y neutralice su impacto en el requerimiento de capital. Por otra parte, el nuevo modelo deja en al aire la definición de crédito dudoso, ya que no concreta cuál es el periodo a partir del cual se considera como tal. Esta imprecisión es causa potencial de discriminación entre distintos regímenes jurídicos.
  • La rentabilidad. Más que un problema es la suma y la consecuencia de todos los demás problemas. El aumento del capital y de las provisiones por insolvencias afectan a la cuenta de resultados, pero esos no son los únicos elementos negativos. La permanencia de importantes volúmenes de activos deteriorados en el balance, los bajos tipos de interés, la pesada estructura de gastos, el coste en inversiones de alta tecnología o la intensa competencia son factores que también conspiran contra la rentabilidad de las entidades. El negocio, en definitiva, no tira. En el segundo trimestre de 2016, el promedio de rendimiento de capital (ROE, por sus siglas en inglés) de los grandes bancos de la zona del euro fue del 5,9%, por encima del 4,5% de 2015, del 2,8% de 2014 o del 1,8% de 2013, pero claramente por debajo del coste estimado del capital, que es superior al 8%. Esas ratios son difícilmente sostenibles en el medio plazo.

Es cierto que no todos esos desafíos son imputables a la Unión Bancaria. Pero la combinación de las nuevas normas de regulación y de supervisión con los problemas heredados de la crisis y con una coyuntura económica particularmente desfavorable ha colocado al sector en uno de sus peores momentos de la historia reciente, como atestiguan las valoraciones en los mercados de valores.

En medio de este panorama tan poco halagüeño para las entidades, hay algunas señales de consuelo. El Mecanismo Único de Supervisión (MUS), que ha ejercido hasta ahora su función supervisora con severidad, está dando algunas muestras de comprensión con la posición de los bancos y se ha sumado al debate sobre la espiral inflacionista de los requerimientos de capital, pidiendo al Comité de Basilea prudencia y certidumbre en sus decisiones. El trasfondo de esta posición algo más matizada es el temor a que una presión excesiva sobre los bancos ahogue los canales de crédito a las empresas y a los particulares y llegue a poner en riesgo la ya de por sí raquítica recuperación de la economía europea.

Por su parte, el Mecanismo Único de Resolución (MUR) está dilatando la exigencia del problemático colchón de resolución (el MREL, por sus siglas en inglés), si bien ha comunicado a las entidades niveles de referencia inquietantes. Con todo, el MUR es consciente del impacto de esos requerimientos en los bancos y podría estar dispuesto a suavizarlos a cambio de que los pasivos que computan sean de mayor calidad.

En este escenario, ¿cómo deben reaccionar las entidades? No hay recetas universales, pero una idea razonable sería hacer de la necesidad virtud y aprovechar el enorme esfuerzo y los compromisos que comporta la nueva regulación para mejorar la gestión del riesgo y la gobernanza de las entidades. En todo caso, sería un error pensar que la tormenta ya pasará. Es posible que a medio plazo la tendencia de los tipos de interés cambie y mejoren las expectativas de rentabilidad por la vía de los ingresos, pero la metamorfosis que se está operando en el sector es mucho más profunda y estructural. Los cambios en la regulación y en la supervisión, en la tecnología y en los comportamientos de los clientes obligan a las entidades a reinventarse. El sector está condenado a transformarse y siempre será mejor hacerlo de buen grado que por fuerza. Como ha dejado dicho Stephen Hawking, “inteligencia es la habilidad para adaptarse al cambio”.

Extracto del informe ‘La Unión Bancaria, el precio de la estabilidad’, elaborado por PwC.

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