El problema de la “última milla” que tortura a los viajeros

En un reciente vuelo de Atenas a Santorini, solo tardamos 30 minutos en recorrer las 150 millas sobre el mar Egeo que las separan. Pero, al aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Santorini, el avión, que transportaba unos 200 pasajeros, estuvo detenido en la pista durante 45 minutos.  Durante la espera, navegando por Internet, acabé en la propia web del aeropuerto, que decía: “Con un área de estacionamiento de aeronaves más bien pequeña, el aeropuerto solo puede recibir seis aviones de pasajeros al mismo tiempo”. Según averigüé finalmente, había suficiente capacidad para los aviones que aterrizaron aquel día, pero no la suficiente para atender a los pasajeros”.

Luego, por la noche, tuve la oportunidad de ver, desde las alturas las colinas de la isla volcánica, una sucesión de grandes cruceros que avanzaban lentamente a través las aguas oscuras, uno detrás de otro. Al día siguiente, los autobuses que transportaban a muchos de los excursionistas de estos cruceros bloqueaban las encantadoras calles de la ciudad, impidiendo a los vehículos adelantar.

De regreso a casa, tuve la mala suerte de llegar al aeropuerto de Heathrow a la misma hora que varias docenas de vuelos de gran tamaño. Estuve de pie, en fila, junto a cientos de personas más esperando 80 minutos para pasar el control del aeropuerto. Algo que en horas más despejadas puede llevarte solo diez minutos. En uno de los aeropuertos más transitados del mundo, hay una enorme capacidad para gestionar cientos de vuelos, pero no para trasladar a los pasajeros del avión a la terminal.

El e-commerce y el big data no son las únicas industrias que luchan contra el “problema de la última milla”, que pone de relieve una dicotomía de la globalización. En las últimas décadas, ha habido inmensas innovaciones e inversiones para mover a grandes cantidades de personas y mercancías, por tierra, mar y aire, de la forma más barata, rápida y segura que nunca. ¡Esto es genial! Pero las inversiones en infraestructuras y  la capacidad necesaria para mover -en distancias muy cortas y entre reducidos nodos de transporte-, a estas mismas personas y productos, no han tenido la misma evolución. 

En 1991, el mayor crucero del mundo era capaz de transportar a 2.744 personas. Hoy, semejante barco sería un pececillo en altamar. Actualmente, el crucero de mayor tamaño tiene el doble de esa capacidad. Y la misma dinámica se está produciendo en la industria del transporte de contenedores. Además, la proliferación de las aerolíneas low-cost que cruzan Europa con aviones grandes le ha dado a millones de personas la oportunidad de viajar a sitios como Santorini o Londres.

En la medida que estas formas de transporte ganan escala, su coste unitario se abarata. Una buena noticia para todos – individuos, compañías, y para la economía en su conjunto-. El sector privado permanentemente busca la forma de optimizar las cadenas de suministro y los modelos de transporte.

Para que un viaje de 10.000 millas transcurra sin problemas, no basta con que las 9.999 primeras transcurran con fluidez si la última milla es una frustrante pérdida de tiempo

Pero un viaje no incluye solo las largas distancias que recorren aviones y barcos. Para que un viaje de 10.000 millas transcurra sin problemas, no basta con que las 9.999 primeras transcurran con fluidez si, luego, la última milla es una frustrante pérdida de tiempo. Cada  milla de un viaje debe funcionar con el mismo nivel de sofisticación y eficiencia. Para que el e-commerce fuera viable, no era suficiente que los transportistas moviesen ingentes cantidades de bienes hasta los centros de distribución. Las grandes compañías de e-commerce y servicios de entrega han tenido que hacer fuertes inversiones  –contratando a muchos conductores, equipando los camiones con tecnología, diseñando complejas rutas– para que la última milla fuera tan fluida como la primera.

Sin embargo, en los últimos años el crecimiento de las infraestructuras de transporte, que conectan los grandes centros de población (barcos, aviones, rutas aéreas), ha superado con creces a las situadas en los últimos tramos de los viajes (aeropuertos, terminales, puertos). Para el sector privado es relativamente fácil producir más aviones, planificar más vuelos, construir barcos y contenedores cada vez más grandes. Pero es muy difícil –y, en muchos casos, prácticamente imposible– hacer crecer con rapidez el número de pistas en los aeropuertos y terminales marítimas para manejar un aumento del tráfico. Muchas pistas de despegue están limitadas geográficamente por elementos como mares y montañas, o por ciudades que han crecido a su alrededor. Los aeropuertos de Nueva York no tienen espacio para aumentar su capacidad. Y, en una era de austeridad en los presupuestos públicos, las inversiones necesarias para construir nuevas pistas y terminales, para contratar cientos de agentes de seguridad y aumentar  la profundidad de los puertos y la anchura de las carreteras han crecido muy, muy lentamente.

También hay un aspecto psicológico en este problema. Todos los actores en el sector del transporte tienen un incentivo a la hora de racionalizar al máximo sus operaciones. Una mejora de la eficiencia en tu línea aérea o de cruceros se refleja directamente en tu cuenta de resultados. Pero las aerolíneas y las compañías de cruceros tienen pocos incentivos para invertir de forma unilateral –o para impulsar la inversión a nivel sectorial–  en la última milla. Los frutos de estas inversiones se comparten con otros competidores y tardan mucho más en recogerse materializarse. 

Hará falta un matemático más brillante que Pitágoras para dar sentido a este círculo vicioso.

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