En el escenario económico actual, caracterizado por un ritmo vertiginoso de avances tecnológicos y una necesidad cada vez más acuciante de transitar hacia un modelo de producción más sostenible y respetuoso con el medioambiente, resulta vital reflexionar en torno a qué reformas en relación con la fiscalidad empresarial debería acometer el próximo gobierno que resulte de la cita electoral del próximo 23 de julio. La tarea no es sencilla puesto que estas reformas deben ser capaces de impulsar la competitividad de nuestras empresas, al tiempo que deben ser compatibles con un proceso de reducción ordenada del déficit público.
Como ya hemos tenido ocasión de señalar en esta misma tribuna, el debate no debería versar sobre si la fiscalidad empresarial es alta o baja, sino que debe centrarse en que esta sea coherente con la magnitud de los desafíos a los que nos enfrentamos.
Una de las responsabilidades que deberá abordar el nuevo Gobierno será examinar ciertos aspectos del Impuesto sobre Sociedades al ser este el eje de la imposición empresarial. Así, íntimamente relacionado con la inversión se encuentra el tratamiento de las pérdidas fiscales. Imponer restricciones a su aprovechamiento, considerándolas como un incentivo fiscal, desanima la inversión. Es evidente que limitar la compensación de pérdidas perjudica a los proyectos a largo plazo. Con nuestra actual normativa, una de las más restrictivas a nivel mundial, las inversiones de largo recorrido sufren una carga fiscal mucho mayor que aquellas que generan ganancias inmediatas. Además, las interpretaciones cada vez más restrictivas por parte de la Administración empeoran la situación. En un momento crucial para nuestra economía, en el que la inversión es fundamental para el futuro, no podemos permitirnos este lujo.
Otro caso destacado es la tributación de los dividendos, ya que tiene un impacto directo en la forma en que los grupos empresariales se organizan. El impuesto adicional aplicado desde el 2021 sobre los dividendos no está basado en las ganancias obtenidas, sino en la estructura empresarial, lo cual afecta significativamente las decisiones comerciales en las que la fiscalidad debería ser neutral. Tal vez se está pagando un coste demasiado alto para conseguir un incremento de la recaudación.
Lo mismo puede decirse del régimen de consolidación, cuyo objetivo principal es garantizar que la fiscalidad no afecte a la estructura de los grupos empresariales. Es decir, que la forma en que una empresa se organiza se base únicamente en motivos de negocio. Sin embargo, medidas que alteran esta premisa, como la limitación parcial a la integración de pérdidas aprobada para el año 2023, influyen de forma permanente en la organización de los grupos. Hay que reflexionar nuevamente sobre si merecen la pena las distorsiones generadas.
Si hablamos de incentivar la inversión, no podemos olvidarnos de las deducciones relacionadas con la inversión que también deberían potenciarse. A pesar de que las subvenciones son tradicionalmente la opción preferida para estimular la inversión, las deducciones fiscales poseen ventajas significativas. Tienen una mayor estabilidad a largo plazo, ya que pueden tener una vigencia indefinida, y no están limitadas por el presupuesto disponible. Además, su gestión es menos costosa y no requiere controles previos, lo que agiliza su implantación.
Por tanto, sería muy interesante aumentar el uso de deducciones dentro del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR), tal y como ya se ha realizado en el ámbito del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas en relación con la rehabilitación y mejora de viviendas. En este sentido, sería factible expandir los incentivos al ámbito empresarial con la creación de deducciones específicas vinculadas al PRTR con un período de vigencia limitado, o mejorando la deducción por Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+i) para ciertas actividades.
Por ejemplo, podría analizarse la inclusión de deducciones en aquellos sectores en los que la intervención privada puede complementar a la intervención pública. Este es el caso, de la construcción de viviendas para alquiler o de la puesta en marcha de grandes infraestructuras. En estos sectores, la inversión privada puede jugar un papel crucial, siempre y cuando se establezcan las condiciones fiscales adecuadas para ello.
En lo que respecta a la deducción por I+D+i, la misma podría mejorarse para actividades como la mitigación del cambio climático, la eco-innovación, la eficiencia energética y sostenibilidad o la movilidad sostenible.
Todo lo anterior, podría complementarse con una flexibilización de los requisitos para la monetización de las deducciones por I+D+i y mejorar su capacidad de reducción de la cuota íntegra.
Igualmente, dentro del ámbito de las deducciones al I+D+i no podemos olvidarnos de la falta de seguridad que rodea a este incentivo y que, en numerosas ocasiones limita notoriamente su efectividad. En este sentido, debería estudiarse que los informes motivados emitidos por el Ministerio de Ciencia e Innovación fueran vinculantes para la Agencia Tributaria, tanto en la calificación técnico-científica como en la cuantificación del importe bonificable. Esta medida evitaría situaciones tan poco deseables como la que se ha producido este año en relación con los incentivos fiscales al desarrollo de software.
Este último punto nos lleva a otro elemento fundamental que va más allá del Impuesto sobre Sociedades: la estabilidad y previsibilidad del sistema fiscal. Un sistema fiscal estable, que se mantenga relativamente inalterado en el tiempo, brinda una mayor confianza a los inversores, favorece la creación de empleo de calidad y promueve un crecimiento económico sostenible y de largo plazo.
Una de las prioridades de la próxima legislatura debería ser garantizar la estabilidad jurídica del sistema fiscal. Para ello, es necesario diseñar mecanismos ágiles y eficaces para la resolución de conflictos, que eviten la judicialización de las disputas tributarias y que proporcionen a las empresas una mayor seguridad jurídica.
Por ejemplo, con la finalidad de mejorar la claridad y la comprensión de las leyes fiscales sería beneficioso potenciar las capacidades tecnológicas y aumentar los recursos humanos de la Dirección General de Tributos, órgano encargado de dar respuesta a las consultas tributarias. Paralelamente, sería útil considerar la adopción de herramientas complementarias que puedan fortalecer la seguridad jurídica de los contribuyentes, como la publicación de catálogos interpretativos antes de la implementación de nuevas reglamentaciones. Además, cuando la simple interpretación de las normas resulte insuficiente, se deberían estimular acuerdos previos entre la Administración y el contribuyente. Estas disposiciones previas promoverían una mayor comprensión de las obligaciones por parte del contribuyente y facilitarían la cooperación con la Administración redundando en beneficio de todo el sistema.
En conclusión, sea cual sea el resultado del próximo 23 de julio, el nuevo Gobierno tendrá la obligación de forjar una infraestructura de la fiscalidad empresarial que sea sólida, predecible y sensible a los retos que enfrentamos en estos tiempos de avances tecnológicos acelerados y demandas urgentes de sostenibilidad. Esta infraestructura debe ser robusta pero lo suficientemente flexible para incentivar la inversión privada en áreas críticas como la eficiencia energética, la innovación ecológica y la creación de empleo de calidad. Todo ello sin olvidar la necesidad de un control prudente del déficit público. No es tarea fácil pero, como dijo un malogrado presidente de los EE.UU., la dificultad es la excusa que la historia nunca acepta.