Hoy en día casi todas las empresas se encuentran en un entorno de cambio radical, que puede representar una amenaza para su supervivencia, una oportunidad para transformarse o ambas cosas a la vez. La velocidad y magnitud de la disrupción en todos los ámbitos resulta sorprendente y no hace sino aumentar cada vez más. Sin embargo, los líderes que se enfrentan a estos cambios están en clara desventaja. La evolución ha dotado a los seres humanos de rasgos que no casan bien con la complejidad y la incertidumbre, y que hacen que las personas sean reacias al riesgo, impulsivas o indecisas a la hora de actuar, y que se focalicen en evitar los peligros. Todas las organizaciones, tanto las privadas como las públicas, si quieren avanzar y desarrollarse en los próximos años deberán de invertir decididamente en conocimientos, capacidades, procesos y culturas que fomenten una cualidad organizativa distintiva y poco común: la agilidad.
El término agilidad se utiliza en una variedad de contextos. Los raperos que practican el freestyle (o la modalidad de improvisación) se refieren a la agilidad mental, al igual que los jugadores de ajedrez y los psicólogos. Los directivos de empresas persiguen estrategias agile de marketing y en sus cadenas de suministro. Definimos la agilidad como “la capacidad organizativa para detectar, evaluar y responder de manera efectiva a los cambios ambientales de manera deliberada, decisiva y fundamentada en la voluntad de ganar”. Las organizaciones agile cuentan con fortalezas tanto estratégicas como tácticas. La agilidad estratégica permite a compañías enteras moverse a la velocidad de lo relevante: detectar y analizar las grandes tendencias y grandes cambios, y adaptar rápidamente sus visiones estratégicas, modelos de negocio, capital humano y planes de actuación. La agilidad táctica permite a los empleados moverse con la velocidad del desafío: asumir riesgos inteligentes.
Lo que podemos aprender del desembarco aliado de Normandía sobre el poder y la eficacia de las organizaciones ágiles
La agilidad puede parecer un ideal difícil de alcanzar, especialmente en situaciones extremadamente complejas con una gran cantidad de actores, variables y riesgos. Sin embargo, incluso en tales circunstancias, puede lograrse de manera sistemática. Un ejemplo emblemático es la invasión de Normandía en el Día D, una de las operaciones estratégicas más complejas de la historia. Conocida como Operación Overlord, la Batalla de Normandía comenzó el 6 de junio de 1944, con un asalto aéreo y anfibio en las playas de Normandía, seguido por el avance de más de dos millones de tropas aliadas por Francia. La batalla concluyó poco después de la liberación de París, cuando las fuerzas alemanas se retiraron a través del Sena el 30 de agosto. La Operación Overlord no solo marcó un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial, sino que también fue uno de los momentos más cruciales de la historia de la humanidad.
El General Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas, pronunció la célebre frase: “los planes no valen nada, pero la planificación lo es todo”. La planificación de la operación -y de los numerosos proyectos a gran escala que la precedieron- fue de un alcance y un detalle extraordinarios. Un propósito claro, que estuvo acompañado de una iniciativa disciplinada a todos los niveles hasta el último rincón de las organizaciones implicadas, lo que condujo a una agilidad tanto estratégica como táctica. Quienes la planificaron mostraron las tres competencias esenciales que constituyen los pilares de la agilidad: inteligencia a la hora de afrontar los riesgos, decisión y destreza en la ejecución.
La operación comenzó con una evaluación decisiva de la naturaleza de la amenaza nazi; el orden en que los Aliados debían centrarse en la derrota de las potencias del Eje; y el método óptimo para derrotar a Alemania. La puesta en práctica de la estrategia implicó la transformación de toda la economía estadounidense en un “arsenal de democracia” y una gran dosis de innovación para los esfuerzos bélicos, en general, y para el aterrizaje anfibio en Europa, en particular. El día de la invasión, cuando casi todo lo que podía salir mal, salió mal -mal tiempo, fuertes corrientes, paracaidistas lanzados en lugares equivocados-, la agilidad táctica fue la salvación.
Agilidad estratégica
La operación fue la culminación de un proceso de trabajo de varios años de duración, que ejemplificó la agilidad estratégica. Estados Unidos realizó una serie de juicios brillantes sobre la naturaleza de la guerra en la que se embarcaba. En primer lugar, mediante una evaluación exhaustiva del enemigo y de la naturaleza del conflicto, los dirigentes estadounidenses llegaron a la conclusión en 1941 de que el objetivo debía ser la rendición incondicional de las potencias del Eje. Se trataba de un verdadero norte, totalmente claro y poderosamente movilizador, un objetivo de largo alcance, que contrastaba fuertemente con el juicio de los dirigentes soviéticos, que inicialmente creían que la coexistencia pacífica con los nazis no sólo era posible sino potencialmente beneficiosa.
La segunda decisión fundamental del gobierno aliado y de los mandos militares consistió en priorizar los esfuerzos militares conjuntos y la correspondiente asignación de recursos. El plan de campaña denominado Europa Primero, estipulaba que la mayor parte de los recursos aliados se destinarían a derrotar a la Alemania nazi, mientras que los mandos recurrían principalmente a actividades defensivas contra Japón en el Pacífico. El compromiso estadounidense con esta estrategia se mantuvo firme, a pesar del trauma que supuso el ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941.
Otros análisis y acciones que resultaron críticas -incluida la decisión de que atacar a través del Canal de la Mancha hacia Europa era el método óptimo para derrotar a Alemania-, se basaron en una ambiciosa recopilación de información sobre los riesgos, lo que implicaba identificar y evaluar los cambios del entorno en tiempo real, evaluar cuidadosamente las distintas alternativas y aplicar las lecciones aprendidas con tanto esfuerzo en operaciones anteriores.
Estados Unidos dedicó enormes recursos y energía a la planificación, innovación y preparación del asalto anfibio. En su discurso a la nación de 1940, Franklin Roosevelt había introducido la expresión “arsenal de la democracia” para destacar su visión del papel inicial que debía jugar su país en la Segunda Guerra Mundial. Advirtió que la civilización estadounidense se enfrentaba a un peligro existencial. No era posible la inacción, ni tampoco el apaciguamiento de las potencias del Eje. Defender a Estados Unidos y preservar su modo de vida significaba convertirse en una potencia militarista basada en la economía de guerra.
Los desarrollos fueron acompañados de un amplio adiestramiento de las tropas, que incluía simulacros de desembarco a gran escala en una serie de playas de Inglaterra con características similares a las de Normandía. Estos ejercicios no estuvieron exentos de riesgos considerables, como quedó trágicamente demostrado en el Ejercicio Tigre, llevado a cabo en Slapton Sands (Inglaterra) en abril de 1944 como preparación para el desembarco en la playa de Utah. Durante este ejercicio, un convoy de barcos que transportaba tropas fue detectado y atacado por lanchas rápidas de ataque alemanas, lo que provocó la pérdida de 946 soldados.
También se llevó a cabo una batalla implacable por obtener conocimiento exhaustivo de los riesgos. En los meses previos al asalto, la Fuerza Aérea Expedicionaria Aliada realizó miles de vuelos de reconocimiento a baja altura, obteniendo imágenes detalladas del terreno, los posibles obstáculos y las defensas enemigas. Las unidades de exploración llevaron a cabo numerosas incursiones en territorio enemigo, fuertemente patrullado, para recopilar información sobre las diferentes opciones de desembarco y las aguas circundantes. Mientras tanto, la capacidad de los Aliados para descifrar las comunicaciones de radio codificadas en tiempo real proporcionó información vital sobre los planes y movimientos de las tropas enemigas.
Paralelamente, con el fin de confundir a los alemanes sobre la ubicación y el momento de la invasión, los Aliados llevaron a cabo una extensa campaña de desinformación. Se realizaron vuelos de reconocimiento rutinarios a lo largo de toda la costa europea. El tráfico de radio falso indicaba los lugares de desembarco “previstos” en toda Europa, y pequeñas unidades del ejército equipadas con tanques, camiones y barcos de desembarco falsos se hacían pasar por grandes ejércitos. Las redes de falsos informadores, muchos de los cuales eran antiguos espías alemanes convertidos en agentes dobles, contribuyeron a aumentar la confusión. Uno de los logros más significativos de esta campaña de desinformación fue la retirada alemana de importantes formaciones de tanques en Francia, lo que permitió a los Aliados asegurar su punto de apoyo inicial en las playas de Normandía.
Comunicación
El 12 de febrero de 1944, el mando aliado emitió una comunicación del general Eisenhower, que fue nombrado comandante supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas. Maravillosamente concisa, con sólo ocho párrafos, era, sin embargo, muy exhaustiva. Los objetivos de la operación, la estructura de mando, la logística, la división de responsabilidades entre las fuerzas y la naturaleza de las interacciones con los Aliados y la URSS se comunicaron de forma muy clara y detallada […].
[…] La voluntad de un líder de asumir la responsabilidad de sus propios actos y de los actos de aquellos bajo su mando, que es fundamental para fomentar una cultura de confianza, también fue demostrada admirablemente por Eisenhower. En vísperas de la invasión, escribió una nota en la que asumió toda la responsabilidad en caso de fracaso de la operación. En ella afirma que la decisión de atacar se basó en la mejor información disponible, felicita a las tropas por su valentía y entrega al deber, y pide que toda la culpa del fracaso se le atribuya sólo a él.
Agilidad táctica
La niebla y las dificultades de la batalla, y la ineficacia de los planes se pusieron de manifiesto significativamente a medida que se ponía en marcha la invasión. Miles de aviones de guerra bombardearon la región para despejar el camino al desembarco, mientras miles de buques transportaban más de 150.000 soldados a través del Canal de la Mancha. El mal tiempo obligó a retrasar la fecha original del 5 de junio. Eisenhower demostró una gran decisión al tomar la decisión de seguir adelante el 6 de junio, a pesar de la posibilidad de un tiempo más tormentoso, en lugar de esperar más días hasta que volvieran a recuperarse las condiciones de marea y luz de luna necesarias. (Resultó que en esos últimos días se desencadenó una fuerte tormenta que habría impedido el lanzamiento). Como se temía, las fuertes corrientes alejaron a los buques aliados de los puntos de desembarco. Los tanques se mantuvieron a flote en algunos lugares, pero no en otros debido a la marea alta: de un total de 290 desplegados, 42 se hundieron. La improvisación salvó a muchos que probablemente habrían corrido la misma suerte y que fueron depositados directamente en tierra.
A pesar de la sofisticada campaña de desinformación, los mandos alemanes consideraron Normandía como uno de los lugares más probables y fortificaron fuertemente sus playas con minas, barreras antitanque, alambre de espino y trampas explosivas. Todo ello contribuyó considerablemente al gran número de bajas en las playas.
Estos contratiempos potencialmente catastróficos se superaron gracias al ingenio, la decisión y la voluntad de victoria de los soldados estadounidenses, tan fuertemente unidos en torno a su objetivo.
Uno de los mejores ejemplos de agilidad táctica durante la invasión, y de hecho durante toda la guerra, tuvo lugar en Pointe du Hoc, con vistas a Omaha Beach, el punto más mortífero de los desembarcos anfibios. La Pointe du Hoc, un acantilado dominante de más de 30 metros de altura que se adentraba en el mar, proporcionaba a los alemanes una excelente posición de observación y un campo de tiro que les permitían diezmar cualquier fuerza que desembarcara en la playa. La inteligencia aliada había identificado potentes piezas de artillería emplazadas en el acantilado, y aunque los ataques aéreos aliados previos a la invasión bombardearon el lugar, no había ninguna certeza de que los cañones hubieran sido eliminados.
Los Batallones Segundo y Quinto de los Rangers del Ejército de Estados Unidos recibieron la formidable misión de escalar los acantilados, tomar la posición y destruir los cañones. El Segundo Batallón desembarcaría primero y el Quinto lo seguiría con la 29ª División de Infantería para reunirse con ellos. Entrenados por los Royal Marines británicos, los Rangers estudiaron la inteligencia, ensayaron y examinaron contingencias. Recibieron nuevos dispositivos de radar y camiones anfibios (“patos”).
El plan falló desde el inicio: la mayoría de los “patos” naufragaron, los radares fallaron y las lanchas se desviaron, convirtiéndose en blancos fáciles. Hubo muchas bajas antes de llegar a la playa. Los Rangers del Segundo Batallón que alcanzaron la playa se dirigieron a los acantilados bajo fuego enemigo, enfrentando escaleras cortas y cuerdas empapadas. A pesar de las dificultades, escalaron y descubrieron que los cañones habían sido movidos.
El Quinto Batallón sacó a las unidades diezmadas de la playa y se unió al Segundo en los acantilados. Las bajas alcanzaron el 70%, pero las tropas mostraron una dedicación y agilidad excepcionales, improvisando para superar obstáculos.
Durante la invasión, otras tropas exhibieron una agilidad táctica similar. Una misión crucial fue encomendada a paracaidistas lanzados más allá de las playas en las primeras horas de la mañana. Enfrentaron desafíos desde el principio: lanzamientos poco precisos debido a condiciones meteorológicas adversas, errores de ejecución y fuego enemigo dispersaron a las tropas por una amplia área. Lo que sucedió a continuación fue fascinante: soldados estadounidenses, dispersos y separados de sus equipos, formaron espontáneamente pequeñas unidades de combate, nombraron líderes y se unieron para avanzar en la misión, asegurando puentes y terrenos estratégicos.
Otro ejemplo impresionante de improvisación fue la innovación de los tanques “rinoceronte”. Aunque las fuerzas aliadas pasaron muchos años estudiando minuciosamente la costa francesa, tras el desembarco se puso de manifiesto una grave brecha de riesgo-inteligencia: Las barreras de setos que cubrían la campiña francesa eran prácticamente imposibles de atravesar para los carros de combate. En respuesta a este desafío imprevisto y potencialmente desastroso, los soldados estadounidenses montaron tanques con “colmillos” metálicos fabricados con cualquier material que tuvieran a mano, a menudo las estructuras defensivas de vigas de acero que los alemanes habían implantado en las playas. Con el tiempo, este innovador diseño se estudió detenidamente y se fabricó a escala industrial.
La misión de la agilidad
Si observamos diferentes periodos de la historia -con sus distintas tecnologías, sistemas económicos y políticos y estructuras sociales- resulta sorprendente darse cuenta de que la naturaleza fundamental de los entornos competitivos nunca ha cambiado realmente, ya se trate de una guerra por el control de Europa o de una batalla por la cuota de mercado. Ésta es una de las razones por las que la agilidad estratégica y táctica que condujo al éxito de la Operación Overlord sigue estudiándose hoy en día en las fuerzas armadas estadounidenses.
La Cuarta Revolución Industrial, los conflictos geopolíticos y sociales y la carrera por las nuevas tecnologías son sólo las reencarnaciones modernas de los retos que han alimentado la búsqueda permanente de la agilidad por parte de la humanidad. Mientras navegamos entre estas poderosas fuerzas, cualquier organización o líder estará mejor posicionado para aprovechar las oportunidades de esta era invirtiendo en agilidad. Uno de los mensajes centrales que la gente debería extraer de este episodio es que la agilidad organizativa puede practicarse mediante la investigación metódica, la preparación y la planificación. Requiere un entorno organizativo, una calidad de conocimientos y un conjunto de capacidades específicas que los altos directivos deben crear y fomentar. Con un enfoque decidido y disciplinado, la agilidad se convierte en una mentalidad, una forma de pensar que determina cómo estudiamos los entornos y cómo actuamos cada día.