Si algo se ha puesto de manifiesto durante los últimos años de la crisis es que la relación de dependencia entre los estados y sus sistemas bancarios genera un círculo vicioso que tiene graves consecuencias, tanto desde el punto de vista macroeconómico como empresarial. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en Irlanda. En 2008, la crisis de su sistema bancario se trasladó al conjunto de la economía después de que las autoridades tuvieran que recapitalizar el sistema financiero y garantizar así su solvencia.

El nivel de deuda pública irlandesa pasó del 24% del PIB en 2007 al 120% en 2012. Un caso similar, pero en sentido inverso, fue el segundo rescate griego en 2012. En esta ocasión, los problemas del Estado se transmitieron al sistema financiero. Los titulares de deuda griega debieron aceptar una importante quita, lo que tuvo graves consecuencias para el sistema bancario del país que, en ese momento, tenía más de 30.000 millones en bonos de deuda pública.

La edición de abril de Global Economy Watch, una publicación elaborada por PwC, analiza de qué manera y con qué mecanismos es posible limitar la vinculación entre los estados y sus sistemas financieros, paliando así las consecuencias negativas de esa relación de dependencia, tanto para las arcas públicas como para el tejido empresarial. De hecho, para las empresas tal vinculación es especialmente importante por dos razones. En primer lugar, porque los bancos siguen siendo la principal fuente de crédito, sobre todo en los mercados emergentes. Y, en segundo término, porque está demostrado que las crisis financieras también pueden amplificar la profundidad y la duración de las posteriores recesiones, de modo que tienen un impacto directo en los ingresos de los negocios. Por todo ello, las autoridades reguladoras han intentado romper ese peligroso matrimonio. ¿Lo han conseguido?

La verdad es que en las economías del G-7 (Alemania, Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Italia y Canadá) se han hecho importantes avances para proteger a las finanzas públicas de posibles descalabros de sus sistemas financieros. En primer lugar, las autoridades han incrementado las exigencias de capital a los bancos. En comparación con 2010, los ratios de capital Tier 1 se han incrementado en todas las economías del G-7, exceptuando Canadá. Además, a principios de año los países de la Unión Europea adoptaron una Directiva de Recuperación y Resolución Bancaria común, que obliga a los accionistas y acreedores a asumir las posibles pérdidas de un banco quebrado, en vez de utilizarse dinero público para salvar a la entidad.

Los progresos son mucho más limitados a la hora de aislar a los bancos de los posibles vaivenes de las finanzas públicas

Sin embargo, la situación de los grandes países emergentes (el denominado E-7, es decir, China, India, México, Brasil, Rusia, Indonesia y Turquía) es totalmente distinta. La mayoría de ellos tienen un largo camino por recorrer para reducir el riesgo de la relación de dependencia entre los gobiernos y las entidades financieras. Esto se explica, en parte, porque el impacto de la crisis de 2008 llegó más tarde a esos países, que siguen estando muy expuestos a los altibajos de los bancos, en un contexto marcado por la ralentización del crecimiento y la caída de los precios de las materias primas. En estos mercados emergentes están creciendo el número de créditos fallidos, según el Instituto de Finanzas Internacionales (IIF). Si esta tendencia continúa podría llegar a desencadenar un colapso de los bancos que, en ausencia de mecanismos apropiados de resolución, acabaría afectando a las finanzas públicas.

Por otra parte, impulsar una regulación bancaria más estricta tiene una implicación muy evidente: la potencial restricción del crédito por parte de las entidades tradicionales y, por tanto, la posibilidad de que las empresas recurran a otras fórmulas de financiación. De hecho, parece que esto ya está ocurriendo, y los canales de financiación alternativos han crecido en los últimos tiempos. En Reino Unido, por ejemplo, los préstamos peer to peer han aumentado desde 73 millones de libras en 2010 a 4.400 millones en 2015, lo que supone un crecimiento anual acumulado del 108%.

Menos atención para el caso inverso

Pero ¿y a la inversa? Es decir, ¿están los bancos aislados de los posibles vaivenes de las finanzas públicas? Según Global Economy Watch, los progresos son mucho más limitados en este sentido. A mediados de 2015 la exposición de los bancos a la deuda pública era, a grandes rasgos, igual a la que tenían al final de 2013. En la misma línea, la exposición de las entidades en Alemania, España, Italia es similar a los niveles que tenían en Grecia durante el rescate. Esto no debería sorprender si tenemos en cuenta que, en Europa, la deuda pública se trata como un activo sin riesgo desde el punto de vista regulatorio, pese a que los acontecimientos que tuvieron lugar durante la crisis en la eurozona demostraron que esto no siempre es así.

Uno de los principales retos a corto plazo es precisamente poner en marcha medidas que reduzcan la exposición del sistema bancario a las finanzas públicas. La eurozona lleva la delantera en este sentido, y ya se están estudiando las posibles políticas a través de la Junta Europea de Riesgo Sistémico. Si se consiguiera, el negativo vínculo de ida y de vuelta entre los estados y el sector financiero se debilitaría, con la consiguiente mejora de la estabilidad financiera, tanto en las economías nacionales como a nivel global.