El tiempo se acabó. La prensa lo anunciaba, las empresas recibían requerimientos de la administración laboral, los responsables públicos lo subrayaban: el plazo para disponer de un plan de igualdad en aquellas empresas afectadas por la reforma de esta figura de 2019 estaba a punto de terminar. Las consecuencias jurídicas de carecer de éste, cuando es obligatorio, ya asomaban. Pues bien, llegó el momento.
Las empresas han estado atentas y el número de éstas que han elaborado sus planes respectivos es muy elevado. Se sabía que era perentorio y se ha dispuesto de un plazo razonable para elaborarlo. Con esto se ha cumplido y se puede estar tranquilo.
O quizás no; al menos, no del todo. La ley es clara en lo que obliga, a disponer de un plan de igualdad, y muchas empresas se han acogido a esta obligación, facilitada por las indicaciones legales y reglamentarias sobre su elaboración y contenidos. No es un documento nuevo, sino que lleva años entre nosotros; lo novedoso es el número de empresas que deben disponer de uno y la centralidad que se le quiere dar ahora en la organización de las personas trabajadoras.
¿Basta con tener aprobado y registrado el plan? ¿Es éste el verdadero objetivo de la legislación vigente? Nos parece que no. Las empresas deben tener algo más que un documento que cumpla ciertos requisitos: lo que deben tener es una verdadera política de igualdad, que es lo que el plan recoge. Nos engañaríamos si pensáramos que la tenencia del texto, del papel cómo solemos llamar en España a estas cosas, bastara. Tenemos una cierta cultura del cumplimiento formal, ante obligaciones que interpretamos también como formales. Y ésta no lo es.
Una política de igualdad tiene dos almas, una organizativa y otra jurídica, y ambas deben estar presentes en todas las fases del proceso de elaboración y aplicación. Sin esta doble visión el documento que salga no cumplirá su función.
La elaboración del plan tiene que adecuarse a lo que va a ser su función: Ordenar, de acuerdo con los objetivos de igualdad y no discriminación, la organización de las personas trabajadoras. Debe ser útil a estos efectos, pero también realista, viable, sostenible. Debe impedir problemas futuros, anticipándose a las necesidades de personas y empresas.
Saber negociar un plan es también crucial. Aunque se admitan planes sin acuerdo, en el caso de que la negociación no haya podido traducirse en un pacto, ésta es una posibilidad que debe considerarse como algo excepcional, como un fracaso y no como una alternativa viable. El plan acordado es el que tiene toda la legitimidad y queda protegido frente a posibles reclamaciones. Y lo que se pacte será lo que rija la vida de la empresa durante varios años, lo que determine que la política de igualdad sea un elemento de unidad o de tensión y conflicto futuro entre las partes.
De ahí que para la empresa sea estratégico este proceso, para que el output sea el adecuado; no sólo en términos de un acuerdo con condiciones favorables para sus intereses, como suele pensarse en la negociación colectiva, sino, en una perspectiva más amplia, un pacto que soporte una verdadera política de igualdad en consonancia con las exigencias que rigen ya la vida social, política y jurídica, con perspectivas de futuro.
Finalmente, el plan no hay que tenerlo: hay que aplicarlo. Debe regir con naturalidad las relaciones laborales en la empresa, sin generar nuevos conflictos o tensiones. Que esto resulte sencillo dependerá sobre todo de cómo se haya diseñado y negociado.
En resumen, un plan de igualdad es un documento central en la política de organización de las personas trabajadoras en la empresa. Negociarlo no es cumplir un expediente, sino ordenar una parte importante del futuro de la gestión laboral. Hacerlo mal tiene muchas más consecuencias que los efectos jurídicos de posibles incumplimientos. Aunque sea una obligación, debe ser también la oportunidad de contribuir a la cultura de una empresa, distintivo cada vez más importante de la captación y retención de talento.