No parece arriesgado afirmar que existe en España un consenso amplio sobre la urgencia de acometer con seriedad y eficacia una serie de desafíos económicos que condicionan decisivamente nuestro porvenir. Entre ellos, la mejora de la productividad ocupa un lugar prioritario, y ésta, a su vez, queda directamente vinculada a la calidad de nuestras infraestructuras y al compromiso con la investigación, el desarrollo y la innovación. Podría añadirse a esta lista, la transformación de nuestro mercado laboral, garantizar la viabilidad del sistema público de pensiones y la reorientación de las políticas de vivienda.
Comencemos preguntándonos si la política fiscal de estos últimos tres años ha contribuido a impulsar la productividad. O si ha favorecido las condiciones para una inversión sostenida en infraestructuras e innovación. No hay inversión sin confianza, y no hay confianza sin reglas claras. La estabilidad normativa –la previsibilidad regulatoria– es una condición necesaria para que las decisiones de inversión maduren sin estar sometidas al vaivén político. Lo confirman múltiples estudios que vinculan la calidad institucional con el crecimiento sostenido de la productividad.
La realidad normativa reciente, sin embargo, invita al escepticismo. En tres ejercicios se ha asistido a la creación, modificación, derogación y reintroducción de figuras impositivas con escasos intervalos temporales. Es el caso del gravamen temporal de entidades de crédito y, de forma más errática, del gravamen sobre las energéticas. La calidad de la producción normativa ha sido más que cuestionable, con abuso de figuras como el Decreto Ley y ausencia de la discusión parlamentaria en ámbitos que deberían buscar el consenso y el debate sosegado.
Tampoco han faltado episodios graves de inseguridad jurídica. El Constitucional consideró no legales, entre otras cuestiones, las restricciones a la compensación de bases imponibles negativas. ¿La solución? Reinstaurar la norma con urgencia y efectos retroactivos. Afectando a ejercicios prácticamente cerrados, lo que desincentiva cualquier planificación a medio plazo y agrava la percepción de inestabilidad.
Tampoco han escaseado nuevas normas sin justificación económica y que, sin embargo, han sido prorrogadas, con efectos retroactivos. Es el caso de la prohibición parcial a la compensación de resultados negativos a las empresas que tributan en régimen de consolidación fiscal, una medida que penaliza a aquellas compañías que más invierten, precisamente porque son las que, en las fases iniciales del ciclo inversor, incurren en pérdidas. Es decir, se castiga el riesgo y se desincentiva la expansión, en contradicción con los objetivos declarados de política económica.
Respecto, al tratamiento fiscal de la investigación y la innovación, el balance de estos tres años no es optimista. Aunque apenas se han producido reformas de calado, la aplicación práctica del régimen vigente ha experimentado un giro que ha dificultado considerablemente el acceso a los incentivos. La Agencia Tributaria, en contra de su opinión, ha endurecido sus criterios sobre la acreditación de deducciones correspondientes a ejercicios anteriores, obligando a numerosos contribuyentes a presentar autoliquidaciones complementarias. A ello se suma el enfrentamiento entre los Ministerios de Hacienda y de Ciencia e Innovación sobre quién es competente para determinar el importe del incentivo fiscal. Una disputa que solo tiene un damnificado: el contribuyente. Y una consecuencia previsible: el retraimiento de la inversión. Afortunadamente, parece que el Supremo ha comenzado a poner cierto sentido común.
No nos podemos resistir a apuntar que convendría reforzar el recurso a las deducciones fiscales reembolsables como mecanismo para incentivar la inversión privada en ámbitos estratégicos. Su diseño podría graduarse en función de la relevancia del objetivo perseguido, lo que permitiría alinear más eficazmente los intereses públicos y privados. A diferencia de las subvenciones, las deducciones presentan una mayor estabilidad temporal, reducen la carga administrativa, dotan de agilidad al sistema que redunda en la productividad y ofrecen una eficiencia económica superior.
Si nos centramos en el empleo, las medidas adoptadas en estos años no han consolidado un marco de estímulo estable ni focalizado. Si bien se ha producido una reducción del tipo del Impuesto sobre Sociedades para pymes y se han reforzado incentivos a startups y colectivos vulnerables, la sucesión de reformas y la complejidad de los requisitos han limitado su efectividad. El nuevo esquema de bonificaciones a la contratación, en vigor desde 2023, ha intentado racionalizar el sistema, pero sigue enfrentando críticas por su escasa intensidad y por no corregir estructuralmente los desajustes del mercado laboral. Tampoco ha existido una estrategia fiscal clara para premiar la formación continua, la contratación estable tras el aprendizaje o la movilidad interregional, aspectos claves para alinear la política fiscal con una mejora sostenida de la productividad y de la calidad del empleo.
La sostenibilidad del sistema público de pensiones ha sido una preocupación del legislador fiscal. Lejos de emprender reformas estructurales de gasto, España reforzado los ingresos del sistema mediante una combinación de transferencias estatales crecientes –en 2024 superaron los 40.000 millones de euros– y la introducción de figuras tributarias como el Impuesto Temporal de Solidaridad a las Grandes Fortunas o los gravámenes extraordinarios a sectores específicos. Se suma a ello la creación de la cuota de solidaridad sobre salarios elevados, que amplía la base contributiva sin generar prestaciones adicionales, y el despliegue de incentivos fiscales al ahorro previsional colectivo en detrimento del individual. En conjunto, estas medidas buscan sostener el sistema sin alterar la edad de jubilación ni recortar derechos adquiridos, pero elevan significativamente la presión fiscal sobre rentas altas y empresas, comprometiendo parte del margen disponible para la inversión productiva y aumentando el riesgo de desacoplamiento entre esfuerzo contributivo y retorno percibido.
La fiscalidad de la vivienda es otro ejemplo de cómo el marco tributario puede alinearse –o desalinearse– con los objetivos estructurales del país. Se han aprobado medidas fiscales que penalizan la acumulación improductiva de segundas viviendas mediante recargos al IBI e imputaciones de renta en el IRPF, y se han articulado incentivos, como reducciones condicionadas en el alquiler de vivienda habitual, orientadas a movilizar el parque inmobiliario hacia usos residenciales efectivos. La lógica económica es clara: favorecer el acceso a la primera vivienda pasa por corregir distorsiones que retraen la oferta. Sin embargo, la dispersión normativa, la coexistencia de incentivos de escasa potencia con sanciones de limitada efectividad y la falta de una política fiscal integrada dificultan una evaluación unívoca de su impacto. Aquí también, la estabilidad y la coherencia en el diseño de los instrumentos fiscales serían condiciones mínimas para alcanzar al objetivo constitucional al derecho a una vivienda digna.
Una política fiscal capaz de acompañar los grandes objetivos del país exige algo más que recaudación: requiere visión a largo plazo, coherencia técnica y respeto institucional. No basta con introducir nuevas figuras tributarias o modificar las existentes con fines coyunturales si el resultado es más complejidad, menos previsibilidad y una creciente desconfianza de los agentes económicos. Sin estabilidad normativa, no hay inversión; sin inversión, no hay productividad; y sin productividad, el crecimiento y el bienestar son inalcanzables. El marco fiscal no puede vivir ajeno a la lógica económica ni a los tiempos que exige la planificación empresarial. Si algo ha demostrado este trienio es que la fiscalidad puede ser palanca o ser lastre. Elegir lo primero no es solo una opción técnica: es una responsabilidad política inaplazable.