En 2014, Mona Weiss estuvo durante tres meses en un hospital rodeada de anestesistas, enfermeros y cirujanos. No estaba bajo ningún tratamiento médico, sino en un proyecto de investigación. Weiss estudiaba un aspecto de la psicología organizacional que se conoce como la voz de los empleados: el fenómeno por el cual los trabajadores alzan, o no, la voz cuando ven o escuchan algo que les preocupa. En cualquier oficina, hay empleados que optan por quedárselo para ellos y, otros, que prefieren hacer saber lo que piensan.
El estudio de Weiss tenía como objetivo explicar por qué la gente hace uso, o no, de su voz en el lugar de trabajo. Para ello, reclutó a 27 doctores y 27 enfermeros y enfermeras para realizar tres cirugías simuladas con tecnología avanzada. Mientras se realizaban las pruebas, tres cámaras situadas en los quirófanos permitían a Weiss y a su equipo observar quien alzaba su voz ante los momentos (simulados) de vida o muerte y quien callaba. Los datos mostraron que el 50% de los enfermeros se mantuvo callado, mientras que los doctores, considerados superiores en la cultura de los hospitales, tendían a dar su opinión.
La falta de la opinión de los empleados puede ser fatal. En EEUU, los errores médicos como consecuencia de la mala comunicación suponen la muerte de más de 400.000 personas al año. Y, desde la óptica de una empresa o de cualquier organización, puede ser extraordinariamente dañina y cara. Durante la última década, la distintas agencias federales [de EEUU] han multado a distintas entidades financieras con más de 250.000 millones de dólares por comportamientos poco éticos que podrían haberse evitado si algún empleado hubiera dado la voz de alarma a tiempo. Además, algunas encuestas indican que casi el 75% de los empleados han sufrido bullying o acoso en su lugar de trabajo, lo que convierte a las oficinas en entornos tóxicos de baja productividad. Y solo unos pocos son capaces de hablar.
Aunque algunos directivos y líderes empresariales tienen miedo a que sus empleados den abiertamente su opinión y se amotinen. En realidad, los que están haciendo es ayudar a que el barco no se hunda. Además, cada vez más estudios concluyen que cuando los empleados sienten que contribuye con sus ideas en la oficina, que pueden compartir sus problemas y hablar de sus preocupaciones, están más satisfechos con su trabajo, rinden mejor y es menos probable que lo abandonen.
Es importante para los empleados poder expresar sus preocupaciones en el entorno laboral cuando se produce alguna situación incómoda
El estudio de Weiss, así como el trabajo de otros investigadores en este campo, indica que las compañías pueden conseguir que los empleados hablen si sus directivos potencian estos hábitos a lo largo y ancho de la organización. De acuerdo con Weiss, “lo importante es reducir el miedo de la gente a expresarse y darles una estructura para cuando las situaciones son críticas”.
Antes de entrar a analizar cómo los directivos pueden crear un lugar de trabajo donde la voz de sus empleados se valore, debemos comprender por qué estos callan. La experiencia convencional nos dice que los empleados hablan cuando reúnen el coraje suficiente -si ven algo, dirán algo-. Sin embargo, los neurólogos han descubierto que este no es el caso. ¿Cuáles son los motivos por los que los trabajadores no alzan su voz?
En un conocido experimento, los universitarios que se encontraban en una habitación llena de humo procedente de una fuente poco visible eran menos proclives a informar de la situación si había gente alrededor. Cuando se encontraban en grupos de tres o más, el 38% daba la voz de alarma. Si había cerca algún actor pasivo -o sea, alguien que simplemente se encogiera de hombros-, este porcentaje se reducía hasta el 10%. Sin embargo, cuando se encontraban solos: el 75% denunciaba el problema. Estas conclusiones son una prueba de que incluso la presión social más leve puede evitar que las personas dejemos de hacer aquello que es lo correcto. Los psicólogos denominan a este fenómeno difusión de la responsabilidad. Cuando vemos algo que somos conscientes que podrían estar mal y sabemos que otros también lo han visto, tendemos a pensar que otros van a levantar la voz. Y, al final, nadie dice nada.
Pero, además de por la difusión de la responsabilidad, la personas pueden optar por no hablar por temor a ser excluidas. El cerebro ha evolucionado como un órgano social y la ciencia es consciente de la importancia de la conexión social para la supervivencia humana. En ocasiones, la gente no habla porque no quiere causar revuelo, por temor a ser rechazados. Las investigaciones de Naomi Eisenberg van incluso un paso más allá y revelan que el dolor emocional de ser socialmente excluido puede ser muy parecido al dolor físico.
La posibilidad de hablar, o no, también tiene que ver con la sensación de indefensión, exclusión e incertidumbre que pueden tener las personas dentro de su sistema social. El Instituto de Neuroliderazgo (NLI) relaciona los actos de la gente en sociedad, según el sistema SCARF. Un modelo que articula las cinco claves del rechazo o recompensa social en: status, certeza, autonomía, relaciones y justicia. Siguiendo este modelo, el NLI considera que la gente habla en situaciones complicadas sólo si perciben un nivel bajo de amenaza. O, en la terminología SCARF, si al hacerlo no ponen en riesgo su estatus y sus relaciones.
La amenaza social puede explicar la tendencia de las personas para racionalizar la necesidad de no levantar la voz. Piensa, por ejemplo, cómo reaccionarías si escucharas a alguien un chiste o una broma ofensiva en el trabajo. Puede que afrontes la situación directamente, diciéndole a esa persona que la gracia no es apropiada y que lo hables con tu jefe o con su superior. O puede que racionalices la situación y no digas nada: el que ha hecho el chiste es tu jefe y decirlo puede afectarte. Además, el resto de compañeros ha seguido la broma y tu deberías hacer lo mismo. O, el gracioso es una persona que está pasando por una situación complicada y hablar empeoraría las cosas. También puedes llegar a la conclusión de que no hablar es mucho más llevadero que el resto de consecuencias que se te pasan por la cabeza. Como han demostrado los experimentos de Weiss, la necesidad de racionalizar nuestro comportamiento suele ganar.
De acuerdo con Weiss, lo que realmente importa son las implicaciones personales en este tipo de situaciones. En el estudio realizado en el hospital, se dio cuenta cómo el personal de enfermería, que culturalmente estaban subordinados a los médicos, se atrevían a hablar menos que ellos. Pero no porque no entendieran la gravedad del problema. “Después del experimento, nos comentaron que no se atrevían a retar a los cirujanos”, explicaba Weiss. “El temor a una reacción negativa -por ejemplo, en las evaluaciones- a ser vistos como problemáticos o, incluso, a perder el empleo suele tener más peso que las decisiones aparentemente más objetivas”.
Pero los directivos que apuestan por acabar con estas situaciones -y todas las que tienen que ver con aspectos culturales- tienden a confundir el concepto con el cumplimiento. Creen que por poner en marcha una nueva iniciativa se producirá un cambio natural en toda la organización. Pero los estudios disponibles revelan la necesidad de hacer algo más, además de fijar unas prioridades. Los directivos deben trabajar para crear unos hábitos correctos y apoyarlos con los sistemas adecuados.