Durante décadas y décadas, las economías de mercado fueron una fuerza al servicio del bien, que sacaron a miles de millones de personas de la pobreza, mejorando las oportunidades de todos, e incrementando la esperanza de vida y la seguridad. Allá donde florecían los mercados, prosperaban, tanto sus accionistas, como la sociedad.
Sin embargo, en las últimas décadas, el progreso económico y social de muchas naciones se ha desligado. La desigualdad económica es muy grande y va en aumento. Así lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que las ocho personas más ricas del mundo posean más que la mitad más pobre de la Humanidad. Igualmente, estamos en una carrera a contrarreloj para evitar los efectos catastróficos del cambio climático, la disrupción tecnológica está extendiendo la inseguridad laboral… y así sucesivamente.
Hay una máxima en design thinking que dice que cada sistema está perfectamente diseñado para obtener los resultados que consigue. En ese caso, nuestro sistema de economías de mercado tiene un problema.
¿Qué podemos hacer?
Parte de la respuesta empieza por poner el foco en los incentivos que impulsan la toma de decisiones. En el fondo, los mercados financieros solo buscan destinar recursos allá donde estos puedan generar el mayor valor posible. Pero, para que eso funcione, es necesario que tengamos una concepción adecuada de ese valor, y ser así capaces de identificarlo cuando lo veamos. Por el momento, ninguna de esas condiciones se cumple. La idea dominante sobre el valor sigue siendo, con demasiada frecuencia, estrictamente financiera, y, en muchas ocasiones, centrada en el corto plazo. Como resultado, el capital no fluye a la escala o velocidad suficiente para hacer frente a los desafíos que enfrenta el mundo.
Para abordar este problema, primero, debemos asegurarnos de que los mercados adoptan un concepto de valor más amplio que la mera rentabilidad financiera. Esto ya está sucediendo a medida que se incrementa el peso de las cuestiones medioambientales, sociales y de gobernanza empresarial –más conocidas como ESG, por sus siglas en inglés-, en la estrategia corporativa y las decisiones de inversión. Pero el cambio no es lo suficientemente rápido o sólido. Necesitamos cambios normativos y políticos que permitan recompensar tanto la creación de valor para los accionistas, como para la sociedad. Podría decirse que, a largo plazo, estas dos formas de creación de valor se alinean. Pero, como ya señaló Keynes, “a largo plazo todos estamos muertos“. Por lo tanto, ante cuestiones urgentes, como el cambio climático, es necesario que los mercados tomen una visión más amplia del valor ahora, no que tengan un debate filosófico sobre la importancia del largo plazo.
En segundo lugar, tanto los accionistas como otros grupos de interés necesitan información fidedigna y fiable, que sirva para evaluar la evolución de las empresas en función de esta concepción más amplia del valor. Sólo pueden recompensar la creación de valor si pueden identificarlo de forma clara.
Y es ahí donde surge el desafío de diseñar un sistema de información a nivel mundial para el reporting no financiero.
En la actualidad, el sistema de reporting de las compañías no proporciona a las partes interesadas -incluyendo aquí a inversores, clientes, empleados, autoridades públicas y muchos más- información objetiva, relevante y oportuna para diferenciar a las empresas por su aportación de valor, más allá de los resultados financieros. Es necesaria una forma de reporting que se utilice de manera coherente, que mida los progresos y los haga comparables entre sí, y que dé lugar a una lista de temas relevantes para los stakeholders. A partir de ahí podremos ir construyendo sobre la marcha, a medida que las cosas avancen. El creciente listado de medidas, estándares y métricas, y la falta de consenso en su interpretación, ha generado una situación en la que una misma empresa puede encabezar un índice ESG y obtener una calificación muy baja, en otro.
Los informes tienen que cambiar, y hacerlo rápido. Hemos tardado décadas llenas de discusiones creativas, constructivas y de distintas experiencias en llegar a las normas claras y ampliamente aceptadas que tenemos hoy en día para la presentación de informes financieros. Necesitamos llegar al mismo nivel de claridad, especificidad y confianza en torno a las métricas no financieras. Pero tenemos que ser capaces de hacer esto en un par de años, no en un par de décadas. Necesitamos un nuevo programa Apolo, como el que nos llevó a la luna, para desarrollar un nuevo régimen global de reporting que esté centrado en un objetivo claro: desarrollar un conjunto de estándares para la presentación de información no financiera, que sean fiables y comparables entre sí. Hoy en día, ningún negocio puede tener éxito sin cumplir con las normas de información financiera. Lo mismo debería ocurrir con esta otra información, y con niveles equivalentes de gobierno, garantías, incentivos y sanciones por incumplimiento.
Los pilares para construir un sistema como ese están ahí. Los emisores de estándares han logrado un enorme progreso en torno a asuntos específicos. El anuncio por parte del IIRC –The International Integrated Reporting Council– y de la SASB –Sustainability Accounting Standards Board– de su intención de fusionarse en una organización unificada -la Value Reporting Foundation-, es una buena noticia y un paso positivo hacia adelante. Al integrar a dos entidades centradas en la creación de valor en las empresas, esta unión representa un avance significativo hacia la simplificación en el mundo de la información empresarial.
Mientras tanto, la Unión Europea está avanzando rápidamente en su agenda por el reporting no financiero. Y también hay un impulso dentro de las empresas. Recientemente, hemos trabajado con el Foro Económico Mundial, el mundo de la contabilidad y 120 empresas líderes del International Business Council (IBC) para identificar un conjunto global de métricas basadas en las normas existentes. Se trata de un importante ejemplo de cómo los líderes empresariales aceptan y abrazan un mayor nivel de transparencia y responsabilidad, que se vinculan a una concepción más amplia de la creación de valor.
Empresas, legisladores, políticos y sociedad civil deben trabajar juntos para que el impulso de este alineamiento a nivel mundial sea rápido. Y la información debe reflejar más que una perspectiva de información periódica e histórica para adaptarse al ritmo de nuestro mundo, que avanza a la velocidad de Internet.
El contexto provocado por la pandemia crea una ventana de oportunidad en la que es posible hacer progresos rápidos en el apoyo del mundo empresarial a la sociedad. Si no se aprovecha esa ventana, la fragmentación de las normas podría acelerarse. Estos avances tienen que darse ya; no sólo porque se nos está acabando el tiempo para hacer frente al cambio climático y la desigualdad económica. También sería de gran ayuda para los inversores. Según algunas estimaciones, en 2018 se invirtieron más de 30 billones de dólares teniendo en cuenta alguna forma de ESG o criterios de sostenibilidad, y esta cifra está creciendo rápidamente cada año.
El conocimiento es poder. De momento, lo único que podemos saber de una empresa con un alto grado de certeza es sus resultados financieros. Y, por tanto, esa es la métrica que, hoy en día, impulsa la toma de decisiones. Al ampliar nuestro conocimiento, empoderaremos a otros stakeholders, así como a los accionistas. Será posible alinear los incentivos -desde la compensación de la alta dirección-, hasta la asignación estratégica de inversiones y la reputación- en función de una concepción más sólida y completa del valor.
Al conseguir que fluya esta información, podremos recuperar el progreso económico y social, restablecer la confianza en la economía de mercado y construir un mañana mejor, a medida que el mundo salga de la crisis de la Covid-19. Todos necesitamos movernos con urgencia. Las empresas y los organismos encargados de fijar estándares deberían empezar a actuar ya.