El año 2021, el año de Filomena, la España peninsular tuvo una temperatura 0,5ºC mayor que los treinta años del periodo de referencia. El agua de los embalses españoles, a pesar de las lluvias registradas en las últimas semanas, sigue sustancialmente por debajo de la media de los últimos diez años, con valores especialmente bajos en la cuenca del Guadiana (32% versus la media histórica del 64%). El clima está cambiando.

En esta situación es crítica la manera en que afrontamos este reto, tanto desde la óptica de la  gestión del riesgo, como desde el aprovechamiento de oportunidades existentes. Porque en función de cómo afronte una organización esta dualidad riesgo-oportunidad, y de cómo la comunique al mercado su impacto en la cuenta de resultados o su capacidad de atracción de inversión y financiación podrá variar.

En este contexto climático, hay actualmente dos grandes fuerzas impulsoras y convergentes. Por un lado, la regulación. Cabe destacarse en este sentido la aprobación en Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética, cuyo artículo 32 recoge el requisito para determinadas sociedades de la evaluación del impacto financiero de los riesgos asociados al cambio climático y la publicación del mismo en un informe, cuya regulación detallada del contenido llegará en 2023. Adicionalmente, la normativa relativa a la taxonomía europea (acto delegado sobre mitigación y adaptación al cambio climático; apéndice A) ya establece los criterios para la realización de análisis de riesgos climáticos que permitan justificar que la adaptación ha sido considerada por dicha actividad. Así, las que se quieran categorizar como alineadas, o verdes, deberán aportar dichos análisis.

Y por otro, la transparencia: los inversores, prestadores y entidades de seguros ya demandan activamente la publicación de los riesgos climáticos de las compañías. En este sentido, la principal iniciativa a nivel mundial que ha facilitado este proceso hasta el momento, el Task Force for Climate related Financial Disclosure (TCFD) ya aglutinaba, en enero de 2022, a más de 3.000 organizaciones de 92 países y más de 27 billones de dólares de capitalización. Entidades que están contando lo que hacen en materia de cambio climático, los riesgos que soportan y las oportunidades en las que trabajan.

Ambas fuentes, regulación y transparencia, beben de un mismo manantial: los riesgos climáticos. En el ámbito del cambio climático y en muchos otros, el riesgo es la concatenación de cuatro factores: peligros o impactos potenciales, grado de exposición, grado de vulnerabilidad y medidas de minimización. En función de cómo se resuelven las interacciones entre ellos en una organización, el riesgo es de una u otra magnitud.

Existen dos bloques fundamentales de riesgos asociados al cambio climático:

  • Riesgos físicos. Se producen como consecuencia de impactos agudos o crónicos del clima sobre, entre otros, las actividades productivas. Los riesgos agudos son los derivados de eventos climatológicos extremos como pueden ser las inundaciones. Por su parte, los riesgos físicos crónicos son aquellos que tienen un carácter recurrente. Puede ser, por ejemplo, la reducción de la producción agrícola por escasez de las precipitaciones y el incremento simultáneo de temperaturas o la reducción de la producción de un parque eólico por la variación de la velocidad del viento. Y, no olvidemos por supuesto, la menor disponibilidad de agua. Esta categoría de riesgo es la más percibida en muchos ámbitos por su mejor visualización gracias, entre otros motivos, a las frecuentes apariciones en prensa de este tipo de impactos cuando los riesgos no habían sido convenientemente minimizados.
  • Riesgos de transición. Estos se producen como consecuencia de la necesaria transición hacia un modelo de emisiones netas nulas. Son aquellos riesgos regulatorios, de mercado, tecnológicos o de reputación. Porque la regulación avanza hacia el establecimiento de impuestos de carbono a la importación de ciertos productos en la Unión Europea (caso del Carbon Border Adjustment Mechanism). Porque el mercado ve con muchos mejores ojos aquellas tecnologías orientadas al almacenamiento de energía renovable y la electrificación de la movilidad. Porque algunas tecnologías intensivas en emisiones dejan de tener sentido cuando existen alternativas más limpias y de menor coste (caso de la generación eléctrica con carbón versus la solar fotovoltaica). Porque los agentes interesados de las organizaciones ya exigen, más que sugieren, que éstas colaboren en la transición a un mundo con emisiones netas nulas.

Pero lógicamente en ese escenario de transición, en el que en Europa tenemos el compromiso de reducir a más de la mitad nuestras emisiones en 2030 y a casi cero en 2050, están surgiendo múltiples oportunidades. De diferenciación de la competencia, de ahorro de costes, de modernización tecnológica e incluso de desarrollo de nuevos productos y servicios.

Así, muchas organizaciones ya han puesto su maquinaria de identificación, valoración y minimización de riesgos climáticos a diferentes niveles. Lógicamente, también están activamente identificando, valorando y potenciando las oportunidades que van aflorando. Porque el clima, la regulación y el hambre de transparencia se están uniendo para impulsar a las organizaciones en la buena dirección: la de una economía baja en carbono y adaptada.