Que el cuidado del medioambiente debe afrontarse desde una perspectiva global es una cuestión de Perogrullo. No se discute tampoco que determinados problemas medioambientales tienen impactos exclusivamente locales, pero no se puede cuestionar el carácter mundial de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos.

A nadie se le pasa por la cabeza resolver cuestiones como el cambio climático o la protección de los océanos desde una perspectiva puramente regional. Los grandes organismos internacionales son conscientes de ello. Sirvan como ejemplos el Acuerdo de París sobre la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero o el reciente acuerdo contra la contaminación plástica suscrito por 175 países el pasado mes de marzo en Nairobi.

Nuestro país no es una excepción y forma parte de todos estos compromisos internacionales, asumiendo plenamente este enfoque global. Sin embargo, parece que a la fiscalidad le aplican unas reglas distintas. No hablamos de que no exista un consenso a la hora de aplicar medidas fiscales en materia medioambiental, es que ni siquiera existen unas directrices comunes. Todo esto lleva a que nos encontremos ante una regulación compleja y absolutamente asistemática.

Nuestro sistema, sin considerar la normativa local, está compuesto por trece normas estatales y más de cincuenta autonómicas. Así, las emisiones se encuentran gravadas por ocho impuestos (uno estatal y siete autonómicos) o, la generación de residuos por once (tres estatales y diez autonómicos).

Llama poderosamente la atención la asimetría existente entre los esfuerzos de coordinación en lo que respecta al problema de fondo y la falta absoluta de consenso alrededor de la fiscalidad medioambiental, instrumento primordial para conseguir los objetivos consensuados.

Esta desigualdad se pone también de manifiesto al comparar la verde con otras áreas de la fiscalidad. Existen consensos mundiales en materia de precios de transferencia y fiscalidad internacional, la tributación indirecta se encuentra completamente armonizada en la Unión Europea. La imposición societaria ha sido objeto también de numerosos acuerdos internacionales, véanse, sin ir más lejos los Pilares I y II de la OCDE. Sin embargo, en lo que respecta al medioambiente, la coordinación brilla por su ausencia.

La inexistencia de una actuación conjunta genera problemas evidentes. El primero y más notorio es la falta de eficacia. Es imposible ganar una partida de ajedrez si todas las piezas se mueven de forma independiente. Pero, por desgracia, no todo queda en la ineficacia, ya que, si no se consigue un reparto equitativo de la carga tributaria, se generan, como de hecho está sucediendo, distorsiones en el mercado que perjudican notablemente al mismo.

No es posible cumplir con la premisa básica en materia de fiscalidad medioambiental: quien contamina paga, cuando las empresas globales quedan sometidas a una pluralidad de tributos locales sin ningún tipo de conexión entre ellos. Nos encontramos ante una cuestión extremadamente compleja, pero habría que ponerse manos a la obra cuanto antes y no sólo para contribuir a la mejora del medioambiente sino también para no generar otros problemas igualmente graves.