El greenwashing o eco blanqueo ha saltado a las portadas de la prensa económica en fechas recientes con el contencioso entre Iberdrola y Repsol, pero también al hilo de noticias en las que otras empresas, de sectores muy diversos, se ven señaladas por prácticas comerciales relacionadas con la sostenibilidad que son objeto de escrutinio creciente por parte de autoridades, competidores y sociedad civil. Así, en los últimos meses hemos visto cómo se vertían acusaciones de eco blanqueo sobre entidades financieras, como se cuestionaba la neutralidad en carbono de productos de alimentación, como se criticaban las etiquetas relacionadas con el compromiso medioambiental o social de las prendas de ropa o se condenaba a compañías aéreas por lo engañoso de su publicidad verde.
En un contexto de crisis ecológica, en el que se demanda de las empresas mayor compromiso para dar respuesta al cambio climático, la pérdida de biodiversidad o el consumo desmedido de recursos naturales vírgenes, no debe sorprender que estas traten de poner en valor sus esfuerzos en materia de sostenibilidad. No sólo resulta legítimo, y no responde únicamente a una lógica económica, sino que es, o debería ser, también positivo desde un punto de vista ambiental: si realmente un producto o servicio tiene un comportamiento ambiental favorable, es bueno que se conozca y que el consumidor pueda tomar decisiones responsables debidamente informado. No obstante, en ese empeño por atraer la atención del consumidor y diferenciarse de sus competidores con mensajes en materia de sostenibilidad es fácil deslizarse, consciente o inconscientemente, por la pendiente que lleva hacia el greenwashing.
El greenwashing puede manifestarse de modos diversos, con mayor o menor alcance, pero supone siempre una afirmación si no falsa, al menos engañosa, acerca de las cualidades ambientales de un producto, un servicio o una empresa. Puede tratarse de un mensaje genérico sobre las bondades de la actividad de una compañía para con el medio ambiente o de una afirmación concreta sobre la reciclabilidad de un envase, puede referirse a la composición libre de químicos de riesgo de un producto o a la neutralidad climática de los servicios prestados por una compañía. Afirmaciones de este tipo son, obviamente, perfectamente válidas… siempre que sean ciertas.
El greenwashing merece un reproche no solo social, sino también jurídico, en la medida en que amenaza distintos bienes jurídicos protegidos. Por un lado, puede propiciar prácticas constitutivas de competencia desleal, otorgando a una empresa una ventaja ilícita (por fundarse en información falsa) sobre sus competidores. Por otra parte, vulnera derechos de los consumidores en torno a la información comercial y a la veracidad de las cualidades que se predican de productos y servicios. Por último, supone también una amenaza para el medio ambiente, orientando de manera engañosa las decisiones de los consumidores hacia productos con impactos desfavorables (o neutros) para el medio ambiente en detrimento de aquellos que presentan un comportamiento ambiental positivo.
Por este motivo, y ante la evidencia creciente de casos de eco blanqueo, el regulador europeo ha tomado cartas en el asunto con dos iniciativas normativas que suponen un punto de inflexión en la materia.
El pasado mes de marzo, el BOE publicaba la Directiva (UE) 2024/825. Esta norma europea, conocida como la Directiva de empoderamiento de los consumidores para la transición ecológica, modifica, entre otras, la normativa europea sobre competencia desleal con el objeto de aclarar que se considerará como práctica comercial engañosa la que, versando sobre las características ambientales de un producto, contenga información falsa, o la que, por cómo se presenta, induzca a error al consumidor.
La directiva define también qué se entiende por afirmaciones ambientales, y lo hace en términos muy amplios, abarcando mensajes o representaciones en cualquier formato, desde la representación textual a la pictórica, gráfica o simbólica, incluyendo los distintivos, los nombres comerciales, los nombres de empresas o los nombres de productos, que se producen en el contexto de una comunicación comercial, y que indiquen o impliquen que un producto, categoría de productos, marca o comerciante tiene un impacto positivo o nulo en el medio ambiente, o que son menos perjudiciales para el medio ambiente que otros o que han mejorado su impacto a lo largo del tiempo.
La normativa, además, prohíbe directamente determinadas afirmaciones medioambientales por considerarlas engañosas. Así, entre otras, se proscriben las afirmaciones medioambientales genéricas cuando no sea posible demostrar un comportamiento ambiental excelente; o pretender diferenciarse presentando como característica distintiva de un producto una exigencia impuesta por la normativa ambiental; o afirmar que un producto es neutro en carbono basándose en compensaciones de emisiones.
Esta norma se verá pronto complementada por la Directiva sobre alegaciones ecológicas (green claims), aún en tramitación en el Parlamento Europeo y el Consejo. Esta pieza legislativa vendrá a exigir que las declaraciones ambientales estén debidamente fundamentadas, de modo que las afirmaciones sobre las bondades de un producto en materia de sostenibilidad se vean debidamente respaldadas por análisis rigurosos que permitan acreditar su veracidad. Y no bastará con llevar a cabo estudios que justifiquen las afirmaciones ambientales, sino que se exigirá que sean respaldados por un verificador independiente debidamente acreditado para ello.
La directiva de alegaciones ecológicas pondrá límites, además, a las etiquetas ecológicas, y regulará las alegaciones de tipo comparativo, exigiendo que, cuando se lleven a cabo, versen sobre aspectos análogos y contrastables, sobre bases semejantes.
Aunque estas directivas establecen plazos de transposición que nos llevarían a 2026, el Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030 ha lanzado ya la consulta pública previa para la elaboración de un Anteproyecto de Ley de consumo sostenible que estará llamado a incorporar estas nuevas exigencias. Por tanto, es clara también la voluntad del regulador español de no demorar la respuesta normativa al eco blanqueo.
Pero es que, además, no puede perderse de vista que la legislación vigente ya ofrece una base para perseguir el greenwashing. En este sentido, no puede desconocerse que el paquete normativo europeo no hace sino concretar aspectos que quizá no estaban regulados con suficiente precisión. Y sumemos a ello un escrutinio cada vez mayor de consumidores, ONGs y, como vemos, competidores. Por todo ello, no debería extrañarnos que las pautas que introducen las Directivas empiecen a aplicarse incluso antes de su transposición, y que las empresas empiecen a adaptar desde ya mismo sus estrategias de comunicación y publicidad. Parece, sin duda, más que aconsejable anticiparse.
Para ello, es necesario que las compañías hagan una reflexión sobre sus comunicaciones y formen a sus equipos de marketing para asegurar, entre otras cuestiones, que se utiliza un lenguaje claro, simple y específico (evitando conceptos generales), que se aporta información relevante y actualizada (sin ocultar lo que no se hace tan bien o impactos negativos), e incluso que, cuando se comunican objetivos a futuro, éstos están avalados por planes solventes y con capacidad para ser llevados a cabo.
Y es que comunicar la sostenibilidad sigue, o debe seguir, siendo razonable y ventajoso, siempre que responda a una realidad y se haga bien. Ajustarse de manera anticipada a las exigencias normativas es probablemente preferible a incurrir (perdón por un anglicismo más) en el greenhushing. que supone ocultar los esfuerzos y mejoras en materia de sostenibilidad, como algunas compañías empiezan a hacer ante el temor de ser acusadas de eco blanqueo.
Confiemos en que la regulación aporte también, en este sentido, la certidumbre necesaria y unas reglas de juego claras, comunes para todos, de modo que las empresas que realmente tienen un comportamiento sostenible se encuentren cómodas a la hora de comunicarlo, y que permitan al consumidor pueda volver a confiar en la información de las compañías a la hora de tomar sus decisiones de compra, premiando a aquéllas que más contribuyan a la sostenibilidad. Esto, no solo será beneficioso para el posicionamiento de las empresas que están haciendo las cosas bien, sino que será también un mecanismo clave para que todos podamos contribuir, como consumidores informados, a hacer frente a la crisis ambiental a la que nos enfrentamos.