Los próximos 25 años estarán marcados por grandes desafíos. En la cumbre del clima COP28, los países han acordado dejar atrás los combustibles fósiles, y 2023 ya es considerado el año más caluroso de la historia del planeta. Según las proyecciones de la ONU, se espera que la población mundial pase de 7.700 millones a 9.700 en 2050. Asimismo, la explosión de la inteligencia artificial (IA) traerá cambios muy relevantes en los patrones de consumo energéticos. Ante todos estos desafíos, que pueden abrumarnos, en pocas ocasiones se tiene en cuenta en el debate público un aspecto esencial: la urgencia y la necesidad de desplegar las infraestructuras y de adaptar las ya existentes, para cubrir con las necesidades a medio y largo plazo de las sociedades.
Por ejemplo, para cumplir con los objetivos de descarbonización se impondrán irremediablemente procesos de reindustrialización y transformación de la industria que requieren grandes inversiones en infraestructuras por parte de las compañías y de los Estados, algo fundamental para ser competitivos en un entorno tan cambiante y exigente como el actual.
En 2023, la inversión global en transición energética llegó a la sorprendente cifra de 1,77 trillones de dólares americanos (1,65 billones de euros), según la Agencia Internacional de la Energía. No obstante, será necesario triplicar esta cuantía para alcanzar los objetivos de neutralidad en carbono en 2050. La inversión en infraestructuras energéticas (ya sean de transporte, distribución, generación, almacenamiento, baterías, infraestructuras de recarga, captura de carbono, etc…) será esencial para hacer frente a los grandes retos que se prevén a nivel global en los próximos años.
Sin duda, la necesidad de adaptarse al futuro está detrás de la creación de los fondos Next Generation EU, que destinan un amplio porcentaje de los recursos movilizados a inversiones en todos los ámbitos anteriormente citados. En realidad, la gran tarea pendiente no es la asignación de los fondos, sino lo que viene después: el despliegue de los activos e infraestructuras planificadas de una forma eficiente y de acuerdo a los planes iniciales. Estas infraestructuras tendrán que ser desplegadas en entornos complejos y de alianzas internacionales con multitud de proyectos transfronterizos como, por ejemplo, el proyecto H2Med o las conexiones eléctricas submarinas con países de nuestro entorno. La aplicación de nuevos modelos de trabajo y colaboración, la digitalización de procesos y la aplicación de nuevas tecnologías (realidad aumentada, gemelos digitales, robots semiautónomos, exoesqueletos o drones) serán, más que una ventaja competitiva, una necesidad.
Para poder hacer frente al despliegue de estas infraestructuras y activos debemos ser conscientes de los retos operativos a los que nos enfrentamos. Por ejemplo, situaciones como la pasada pandemia o los últimos conflictos bélicos, que irrumpen en la industria afectando a los canales y las cadenas de suministro, han hecho saltar por los aires la planificación estratégica de muchas inversiones pasadas, y pueden hacer lo propio con las próximas. Pero existen otros factores que también afectan de forma determinante a los planes preestablecidos, como son las subidas de tipos y costes financieros, que afectan a los modelos económicos y las rentabilidades esperadas de las inversiones.
Junto a estos factores externos hay otros intrínsecos a los procesos de despliegue que afectan de igual modo a los planes y a las rentabilidades previstas por las empresas, como son la fluctuación del precio de las materias primas, y su potencial escasez (especialmente materiales críticos para la transición, como son el litio, el cobalto, las tierras raras, el platino, entre otros), la falta de robustez del supply chain, la escasez de talento, su gestión y capacitación adecuada, la falta de madurez tecnológica en un entorno de constante cambio, o la necesidad de adaptarse a nuevas políticas de sostenibilidad, reportes no financieros y modelos de gobernanza.
La clave es que las empresas sean capaces de anticipar y manejar estos desafíos, asegurando que sus inversiones en infraestructuras se desarrollen en el tiempo correcto, ajustándose a los presupuestos prefijados y garantizando el cumplimiento de sus objetivos estratégicos y de sostenibilidad a largo plazo. Ante estos escenarios tan complejos, la creación de alianzas o consorcios entre empresas es esencial, al igual que la colaboración público-privada.
En el desarrollo de las infraestructuras que necesitamos para encarar el mundo que se avecina en los próximos años hace falta tener una visión de 360 grados, que integre capacidades multidisciplinares que abarquen todo el ciclo de vida de los activos y las infraestructuras, desde las etapas iniciales de estrategia y planificación, la estructuración financiera, pasando por la ejecución y operación, y finalmente por procesos de desinversión y transacciones, o el desmantelamiento, una vez agotada la vida útil del activo.
Las compañías, los Estados o los consorcios necesitan algo parecido a un director de orquesta que sepa gestionar las relaciones y todos estos aspectos de potencial impacto en sus planes. La buena noticia es que las Administraciones, las empresas y los consorcios que sean capaces de tener en cuenta todos los frentes llevarán la delantera en un futuro que está cada vez más cerca.