Los middle managers -en español, directivos/mandos intermedios-, no reciben la atención que se merecen, parafraseando al humorista norteamericano Rodney Dangerfield [que hizo célebre una serie de gags bajo ese lema]. En la cultura popular suelen ser objeto de broma, como en las viñetas de Dilbert o en la película Office Space, donde los personajes que ocupan estas posiciones no quedan bien parados. Su situación, a medio camino entre la alta dirección y los trabajadores, tiende a verse como una barrera innecesaria y totalmente prescindible.
Gary Hamel, del London Business School, piensa que los directivos intermedios deberían eliminarse. Bob Sutton, de Stanford, tampoco siente gran simpatía hacia esta figura, pero reconoce que su existencia es inevitable, como la muerte o los impuestos. El New York Times no publica columnas sobre los mejores directivos intermedios de hoy. Tampoco hay lectores reclamando biografías sobre el responsable de una tienda de Tesla o sobre el director de una de las secciones de iTunes. Nadie busca en los middle managers lecciones de liderazgo. Pero quizá deberíamos empezar a hacerlo.
La mayoría de los líderes que he conocido a lo largo de mi carrera de asalariado a tiempo completo no eran CEOs. En más de uno de esos trabajos, ni siquiera llegué a saber cuál era su nombre. Pero parece que no solo me pasa a mí. Una encuesta realizada en 2017, revelaba que el 23% de los americanos que trabajan en compañías con más de 500 empleados, no estaban seguros de saber el nombre de su consejero delegado. Y, un 32%, dudaba de si sería capaz de reconocerle físicamente. Sin embargo, todos podemos recordar el nombre de nuestros jefes directos.
Recordamos y reconocemos a nuestros jefes más directos porque son nuestros líderes. Ellos nos dirigen, nos prepararan y nos evalúan. Juegan un papel esencial en la calidad de nuestra vida profesional y en el equilibrio de esta con la vida personal. Nos dan oportunidades para crecer y avanzar profesionalmente. Salvo algunos emprendedores, como Mark Zuckerberg, o hijos de empresarios, como Donald Trump, se podría decir que los CEOs de las grandes empresas deben su posición a los directivos intermedios, quienes reconocen su potencial y les animan a explotarlo.
En un tiempo, en el que la duración media de los 500 CEOs de las compañías del S&P es de cinco años y, teniendo en cuenta que el 22% de los nuevos CEOs viene de fuera de las empresas (PDF), los mandos intermedios son la personificación de la cultura corporativa. Ellos saben ‘cómo se hacen las cosas por aquí’. Sin embargo, se les suele culpar de bloquear el cambio aludiendo a normas culturales arcaicas, cuando, paradójicamente, son los que transmiten comportamientos que tienen potencial para generar un impacto en el negocio y los tres o cuatro rasgos culturales que definen la identidad colectiva de la compañía. Son líderes informales. De los que, como afirman Jon Katzenbach, Rutger von Post y James Thomas: “Motivan a los demás, por lo que hacen y por cómo lo hacen”.
Estos directivos no solo saben cómo se hacen las cosas, también se aseguran de que las cosas se hacen. Convierten la visión y la estrategia en realidad. En 2004, Marcus Buckingham y Curt Coffman escribieron, en First, Break All the Rules, sobre un conjunto de estudios realizados por Gallup que revelaban que los mandos intermedios son los que ponen “las bases para conseguir un lugar de trabajo realmente productivo”.
Los directivos intermedios son una fuente de innovación que tiende a pasar desapercibida. En 2001, Quy Nguyen Huy, profesor en INSEAD, aseguraba –a partir de un estudio realizado en una gran compañía de telecomunicaciones-, que el 80% de los proyectos que salían de la alta dirección tenían pocas expectativas de hacerse realidad o acababan fallando a las primeras de cambio. Sin embargo, el 80% de los proyectos que vienen de los middle managers tenían éxito, llegando proporcionar unos beneficios de hasta 300 millones de dólares. Una diferencia que se explica por proximidad de los mandos intermedios al resto de los empleados y, en definitiva, a la acción.
Los jefes intermedios están en la primera línea de las operaciones, junto con los empleados y los clientes. Esta proximidad les permite saber más sobre qué necesitan los profesionales y qué quieren los clientes. A pesar de todo esto, los directivos intermedios se siguen viendo como una figura prescindible. Cuando llegan tiempos difíciles, se recorta su número como si fueran un peso muerto –en ocasiones, con el aplauso de los stakeholders-. En lugar de deshacerse de los managers, los líderes deberían pensar en cómo explotar todo su potencial.
Para empezar, pueden dejar de menospreciarlos. Los estudios muestran que, cuando la alta dirección trata a sus mandos intermedios de manera irrespetuosa, sus efectos acaban llegando en cascada a toda la compañía: los managers siguen la estela de sus líderes y tratan mal a los empleados. De esta forma, esta práctica acaba contagiándose por toda la compañía.
Además, en lugar de ‘dar’ órdenes a los directivos intermedios, los máximos ejecutivos deberían empezar a compartir más información con ellos. En estos días, la tecnología necesaria para compartir datos con los profesionales está disponible en cualquier empresa. Los datos pueden ayudar a los managers a ser más efectivos, agilizar su trabajo y mejorar su capacidad para tomar decisiones autónomas en tiempo real. ¿Y por qué esto no se produce? Quizás, por la falta de confianza de la alta dirección.
Los máximos responsables de las empresas deberían escuchar atentamente a sus mandos intermedios. Hay buenas ideas anidando en sus mentes pero, que estas vean la luz, depende de la calidad de su liderazgo. Los ejecutivos que escuchan a los managers, enriquecen su experiencia, se nutren de ideas innovadoras y amplían su conocimiento sobre sus empleados y clientes.